Por justo y pertinente que me parezca, volver a evocar la figura de Fernando Pérez resulta doloroso. La herida sigue abierta. Por otro lado, esto significa que la muerte no ha podido arrebatárnoslo del todo. Va a costarle.
Hasta sus últimos días -y no hablo metafóricamente-, con la enfermedad pisándole los talones, Fernando trabajó en la exposición Extremadura en sus páginas. Del papel a la web, en concreto, en su catálogo, un imprescindible volumen doble en el que permanecerá impreso, como conviene al caso, lo sustancial de la historia de los libros y la lectura en Extremadura. En ese trabajo, además de con la sabia contribución del otro comisario, Juan Gil Fernández, catedrático de Filología Clásica de la Universidad de Sevilla, Fernando contó con la ayuda de Ana Jiménez del Moral, una eficiente especialista que ha coordinado la muestra, y, cómo no, con la fiel complicidad del escritor y tipógrafo Julián Rodríguez -uno de sus mejores amigos-, que es quien se ha ocupado de la edición del citado repertorio.
No me voy a referir a la exposición en sí, que sólo puede explicarse con una visita, sino a una parte de su trastienda que tal vez convenga conocer. Fui testigo de cómo se gestó y cómo, desde el primer momento, Fernando fue una de las personas designadas para llevarla a efecto. Con la misma naturalidad con la que se había contado con él para tantas otras cosas ideadas en la Consejería de Cultura a lo largo de estos años. Él, algo comprensible, se resistió un poco en el primer momento. La enfermedad, decía, era su primera batalla y sabía que ésta iba a ser otra escaramuza complicada. Entonces recordaba otra exposición que también organizó, Los orígenes de la Enseñanza Media. Badajoz, siglo XIX, y la propuesta se le hacía más tentadora. Lo hablamos de vuelta a casa desde Mérida, que es donde se suelen urdir estos proyectos.
Su implicación se fundaba, entre otras razones, en la necesidad de demostrar una falsedad (ah, los tópicos). La de que los extremeños han sido ajenos a la forma de expresión por excelencia de nuestra cultura: los libros. «Una región de bibliófilos, de hombres que se jugaron la vida por sus libros (desde el propietario de la Biblioteca de Barcarrota, hasta el inefable Bartolomé J. Gallardo, intentando en vano sustraerlos a la furia absolutista en los muelles de Triana en la infausta jornada de San Antonio de 1823) ha de ser por fuerza una región con memoria», dejó escrito. Ahí está, acaso, el meollo de la cuestión y un liberal ilustrado como Fernando creía en esa capacidad de salvación (terrena) que los libros tienen. Tal vez por eso aceptó el reto. Porque era preciso explicar a los extremeños, aleccionados en lo contrario, que no siempre hemos vivido en medio de un erial de analfabetismo e ignorancia.
Eso sí, que sea necesario saber cómo fueron las cosas no es excusa para olvidar nuestro alentador presente (que sólo discuten los cínicos) y nuestro esperanzador futuro (a pesar de los voceros de la negatividad). Era lógico que la exposición planeara sobre esos tres tiempos, pues los tres nos definen y entre los tres nuestra imagen se completa.
Lo primero que hizo Fernando, con el proyecto ya en firme sobre la mesa, fue redactar un folio (del que he tomado el entrecomillado anterior) donde dejó fijada, con la lucidez que le caracterizaba, la virtualidad de la idea. Era posible. Él y su amigo Paco Muñoz ya la habían visto. Sería el eje del Año de Libro.
Apenas dio por concluido su trabajo con Julián en el catálogo, el de coordinación con Juan Gil y Ana Jiménez en lo referente a los últimos flecos de la muestra y, en fin, el que concernía a sus propias aportaciones, Fernando entró en la fase final de su vida. Apenas duró unos pocos días.
Porque le conocimos, sabemos que, a pesar de los pesares, nunca cejó en su lucha por la defensa de lo que creía mejor para conseguir los objetivos marcados y que de esa exigencia, con su punto de terquedad, se ha beneficiado, a la postre, esa ambiciosa empresa. Genio y figura.
El jueves le echamos de menos. En las salas del MEIAC (que dirige, por cierto, otro de sus grandes amigos, Antonio Franco) su hueco era palpable. No dudo, pese a todo, que en su cabeza llegó a estar la exposición.
Muy cerca de la realidad. A un paso del ideal que concibió en aquel folio que empezaba: «Extremadura, territorio de fronteras, ha sido durante largos periodos de su historia, tierra asolada por las guerras», y que terminaba: «Porque amar los viejos libros, conocer la historia de su arte y empeño, es la mejor escuela para aquellos que desde Extremadura se afanan por diseñar el scriptorium digital del futuro».
(HOY)
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