No suelo recordar mis sueños. Esta mañana, sin embargo, me desperté en medio de uno y he podido retenerlo. Venía de Mérida en el coche por la N-630 (esta es una pesadilla recurrente) y a la altura de las famosas curvas del Tajo me encontraba con el señor Demetrio, un conocido peluquero placentino. Así ocurría durante tres días seguidos. A eso de las tres de la tarde, en el mismo sitio, sentado en una piedra. En mi sueño deducía que llegaba hasta ese lugar andando, desde Plasencia.
No es extraño que me cruzara con él en mi duermevela. Es raro el día que no me lo encuentro en el paseo. Solemos coincidir en La Isla. Uno va solo. A Demetrio le acompaña uno de sus hijos. Sin pararnos, siempre me pregunta por mi madre (a la que manda recuerdos) y siempre alude a la rapidez de mi paso. Le respondo siempre lo mismo: que mi madre bien, que sí, que se los daré, y que voy muy deprisa por falta de tiempo. Esto, claro, cuando ya nos hemos sobrepasado.
Después de muchos años, volvimos a vernos hace poco. Mantuvimos una conversación más larga. No hace tanto de eso, ya digo. Después de morir mi padre. Hablamos de él, como es lógico, y, entre otras cosas, de canarios, pues él los cría.
Como me dio saludos para ella, unos días después le comenté a mi madre ese reencuentro, lo que me permitió recordar otras cosas. Por ejemplo mi infancia. Sí, porque el señor Demetrio fue durante años a cortarnos el pelo a domicilio. A los cuatro hombres de la casa: a mi padre, a mis dos hermanos y a mí. Confieso que he arrastrado desde entonces una mala conciencia respecto a este hombre. Venía los domingos. Uno al mes. Muy temprano. Con una carterita donde guardaba los útiles necesarios: peine, tijeras, máquina, etc. Cuando sonaba el timbre, uno estaba dormido. No he sido nunca dormilón, pero era tan pronto... Mi reacción era siempre la misma: no quería levantarme. Lo hacía, claro, pero a duras penas y no sin mediar la correspondiente regañina. Cuando llegaba en pijama delante de él, mi cara, de niño somnoliento y enfadado, chocaba con la de alguien despierto y sonriente. Él iba a trabajar y debía resultarle engorroso tener que bregar con un crío impertinente y zangolotino. Aunque disciplinado y obediente desde chiquitito, mis negativas eran sonoras y él debía soportarlas desde la habitación de al lado, separada de la mía por los endebles tabiques de nuestro desarrollismo.
No era sólo el madrugón. Por entonces, los pelados que nos echaban eran tan apurados que detestábamos nuestro calamitoso aspecto hasta que el cabello volvía a crecer. Poco, sin duda, porque apenas lo hacía ya estaba allí de nuevo el peluquero para volver a poner las cosas en su sitio. Sólo una cosa me gustaba de ese corte militarizado (tanto como la sociedad en la que vivíamos): pasar al día siguiente la mano por la cabeza y deslizarla desde el cogotillo hasta la coronilla, hacia arriba, a contrapelo.
La mala conciencia me viene de ahí, de mi actitud negativa hacia alguien que no tenía culpa de nada pero que sufría mis malos modales.
Aunque mi padre siguió siendo un cliente fiel de Demetrio, en cuanto tuve poder de decisión, hecho ya un hombrecito, empecé a ir por mi cuenta a una peluquería donde, por cierto, se notaba el aperturismo democrático por la abundancia de revistas de coches y de chicas poco vestidas que pululaban, entre pelos (los de los clientes, no se me malinterprete), por mesitas y aparadores. Algo que el adolescente que yo era agradecía. La tijera sustituyó a la máquina de rasurar (que tenía algo de temible objeto ortopédico) y cortarse el pelo dejó de ser una intempestiva tortura. Bueno, a decir verdad, nunca ha dejado de serlo del todo y más ahora, cuando uno va viendo que no le queda a uno mucho para convertirse en alguien que al peluquero, lo que se dice necesitarlo, pronto no lo va a necesitar.
Hace una semana, mientras tomábamos unos vinos y unas cañas, respectivamente, hablaba con Gonzalo Hidalgo de Demetrio. Además de tener su casa y, antes, su negocio en el barrio donde vive su madre, el de Rosal de Ayala, ha sido también su peluquero durante años. Casualidades de la vida.
Supongo que los saludos amistosos y los encuentros veloces son clara señal de que no nos guardamos rencor. Al contrario. En lo que a mí respecta, remordimientos aparte, lo que siento por Demetrio es afecto. No en vano me recuerda unos años felices donde las preocupaciones eran tan banales como un pelado. Propias de alguien que aún desconocía, para su bien, el sentido trágico de la palabra muerte.
(Publicado en HOY)