Todos hemos visto alguna vez un par de cuadros de Vermeer, el famoso pintor de Delft, titulados Mujer de azul leyendo una carta y Mujer leyendo una carta junto a la ventana. Por si acaso, los describiré brevemente. Tanto en uno como en otro aparece, como es obvio, una mujer de perfil leyendo una carta y las dos lo hacen delante de una ventana abierta por donde entra a raudales la luz, un motivo capital y recurrente en la pintura del maestro flamenco. Las dos se encuentran en el interior de una habitación. La de azul, por cierto, está embarazada.
Cuando pienso en la lectura, suele venirme a la mente esa imagen: la de una mujer leyendo. No otra cosa reflejan en mi memoria cualquiera de esos óleos sobre lienzo sino esa serena pasión que la lectura produce y que no puede por menos que manifestarse en el espejo del alma que cada rostro es.
Quienes leemos sabemos perfectamente cuánto entusiasmo irradia a veces de las historias que nos cuentan los libros, pero también percibimos que ese fervor (como diría el poeta polaco Adam Zagajewski) no se exterioriza sino como una forma de la serenidad, la que produce en nosotros la lectura de la más intensa de las emociones. Un trasunto de la serenitas humanista.
Puede que esas mujeres a que aludo estuvieran leyendo, pongo por caso, cartas de amor y, sin embargo, los rasgos de su cara no están alterados por rictus alguno. Cuanto les ocurre en ese complejo y maravilloso proceso que encierra toda lectura silenciosa, les sucede hacia dentro. Los fabulosos interiores de los cuadros de Vermeer guardan los secretos de esas mujeres tan delicadas como el papel de las cartas que sujetan, delante de la luz, con sus manos.
Cuando pienso en la lectura, suele venirme a la mente esa imagen: la de una mujer leyendo. No otra cosa reflejan en mi memoria cualquiera de esos óleos sobre lienzo sino esa serena pasión que la lectura produce y que no puede por menos que manifestarse en el espejo del alma que cada rostro es.
Quienes leemos sabemos perfectamente cuánto entusiasmo irradia a veces de las historias que nos cuentan los libros, pero también percibimos que ese fervor (como diría el poeta polaco Adam Zagajewski) no se exterioriza sino como una forma de la serenidad, la que produce en nosotros la lectura de la más intensa de las emociones. Un trasunto de la serenitas humanista.
Puede que esas mujeres a que aludo estuvieran leyendo, pongo por caso, cartas de amor y, sin embargo, los rasgos de su cara no están alterados por rictus alguno. Cuanto les ocurre en ese complejo y maravilloso proceso que encierra toda lectura silenciosa, les sucede hacia dentro. Los fabulosos interiores de los cuadros de Vermeer guardan los secretos de esas mujeres tan delicadas como el papel de las cartas que sujetan, delante de la luz, con sus manos.
(Publicado en la revista literaria La metáfora)