7.4.07

La realidad trascendida

















En la vida y en la obra de Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara, 1905- Madrid, 1982), todo remite a una encadenada suerte de paradojas que configuran, por así decirlo, una de las aventuras más personales, complejas y extraordinarias del panorama artístico español del siglo XX.
Primera paradoja: acaba uno de mencionar vida y obra como si fuera posible separar aquí ambos conceptos. No es así. Desde el principio y siempre quiso Ortega ser pintor y a esa tarea dedicó, de forma metódica y consciente, su entera existencia. Se suele repetir que su formación fue autodidacta. ¿Cuál, en rigor, no lo es? Me refiero a las que, a lo largo de la Historia del Arte, de verdad importan. Si no reglado, Ortega tuvo su propio aprendizaje que empezó en su lugar natal, siguió en Madrid y se desarrolló en su primera juventud, a lo largo de sus viajes por Europa, África y Asia. No en vano confiesa a Llosent que “la aspiración fundamental de mi vida es la de andar y ver”. A eso dedicó sus años de errancia. A andar, sí, pero ante todo a ver: lo que tenía delante de los ojos, claro está, pero asimismo lo que le mostraban las obras de arte encerradas en la luminosa oscuridad de los museos. Eso ocurrió en Francia (con Cézanne), en Italia (con los primitivos –Cimabue, Giotto- y los modernos; Morandi, ante todos), en los Países Bajos (con Van Gogh) y en los nórdicos (con Munch, Karsten)… A esta escueta lista de influencias, habría que añadir la de su paisano Zurbarán. Un buen día, no obstante, cesó esa vida nómada y volvió a Extremadura. No a su pueblo, al de al lado: Valencia de Alcántara, en la misma Raya, a modo de frontera inexistente.
Nueva paradoja: del movimiento a la quietud. En apariencia, del mundo lujoso y cosmopolita al pobre y provinciano. En realidad, de lo local a lo universal. Si el viaje conlleva dispersión, la estancia prolongada en su rincón tras de la Guerra Civil le va proporcionar todo lo contrario: ensimismamiento. No por nada Llosent le definió como “un hombre concentrado”. J. M. Bonet ha precisado que Ortega no era, en lo estético, un escapista; siquiera sea porque “nadie logra evitar ser contemporáneo de sí mismo”, como recordara Fernando Pérez. Pasa en ese momento de la frecuentación de bodegones y retratos (que le había servido para aprender, pero también para subsistir) a la práctica exclusividad de los paisajes. Paisaje, palabra clave para entender de forma cabal el verdadero alcance de la empresa llevada a cabo por Ortega. Una elección que, como tema, variación y procedimiento pictórico, no deja de ser -Calvo Serraller dixit- sino “un campo de investigación formal” utilizado por los renovadores de su tiempo. “Yo siempre miro hacia delante”, le confesó a Llosent. Y ya estamos ante otra paradoja. No contento con retirarse a su tierra y quedarse allí, durante años, quieto y aislado, nuestro pintor desdeña también las veleidades vanguardistas de su época (el paso veloz de los ismos) y su prestigio modernizante, para optar por el paisaje, y su consiguiente carga de estereotipos, como medio de expresión por excelencia. La decisión no fue circunstancial. Ni se tomó a la ligera. Es otro el viaje que Ortega emprende al terminar la contienda incivil: se embarca a partir de entonces en un viaje interior que ya sólo cesará con su muerte. “Deseo ser auténticamente yo”, mantuvo en la citada conversación con Llosent. Un objetivo, a principio de los cincuenta -muchos cuadros y mucha vida después- de sobra alcanzado. En Ortega se cruzan una precisa manera de ser con un determinado modo de pintar. De ese encuentro surgen unos lienzos que son pura autobiografía. Únicos. Lo que vemos en los paisajes de Ortega es, sobre todo, a Ortega mismo. Muestran un estado del alma. Más allá, en tanto que realidad trascendida -de nuevo las paradojas-, se desvela un país (para decirlo con Pla) que, en lo sustancial, coincide con los rasgos de la personalidad del pintor. Quiero decir, sin pretensiones psicologistas ni antropológicas, que las sucesivas características que los críticos han ido atribuyendo a su obra se le pueden aplicar directamente a él (con una naturalidad que a veces asusta). Además, oh misterio, forman parte de un determinado temperamento común a la mayoría de los nativos de Extremadura. ¿Su idiosincrasia? Tal vez por eso quiso que su pintura fuera “como expresión plástica, el reflejo de mi tierra”. Así, el silencio, esa música callada que clama en los paisajes de Ortega, coincide con su proverbial mutismo de Godo, un hombre parco en palabras. Así, la soledad, otra constante en sus cuadros (donde apenas aparece la figura humana), similar a la que él mismo llevó en su discreto retiro. Así, la serenidad que destilan sus campos, una virtud equiparable a otras que pueblan una obra calificada, sin temor, de espiritual: la humildad, la calma, la sobriedad, la ascesis, la austeridad, el estoicismo, la sencillez… No es extraño que de esa mezcla hayan surgido visiones sorprendentes. Evocadoras de lo visible y lo secreto, de lo real y lo intangible. Por paradójico que parezca, alguien que prefería “un arte de intimidad, casi de confidencia” fue capaz, como pocos, de situarlo a la intemperie. “Pintor de permanencias, no de fugacidades”, le calificó Gerardo Diego. Pintor de la memoria, meditativo, cercano a la poética rememorativa de Wordsworth.
Y al fondo, la pobreza, lo que –de nuevo el contrasentido- ha preservado la naturaleza de Extremadura; tan cerca, por su amplitud, de la concepción, entre metafísica y melancólica, del infinito. La misma pobreza que lleva Ortega, en su pintura, hasta el límite, al máximo despojamiento, a la mayor contención, a la perfecta síntesis, a la más abstracta realidad. De elaborada sencillez. De pureza geométrica. Ahí, como apuntó Vivanco, “las realidades más gastadas del mundo”, bajo una luz limpia y matizada que surge de una gama de colores esencial, como todo lo suyo. Ortega, en fin, y su pequeña, necesaria verdad.

Este texto aparece publicado en el catálogo de la exposición “Secuencias 1976/2006”, que se celebra actualmente en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC).