Ningún lugar mejor que la ciudad para que el ser humano viva. Ninguna condición superior para las personas que la de ciudadano. Es decir, la ciudad como ciudadanía, en sentido etimológico. Este es un doble pensamiento (en puridad, uno sólo) que mantengo desde esa edad imprecisa en que cualquiera empieza a tomar verdadera conciencia del mundo. Una idea concebida desde su centro; para mí, Plasencia. Quizá porque, como ha escrito Pamuk, “la ciudad no tiene otro centro sino nosotros mismos”. Este es el observatorio desde el que he mirado y miro cuanto me rodea. El que determina, por comparación o por contraste, mi personal visión de la realidad circundante. Entonces, antes y ahora he vivido aquí, el sitio donde, por casualidad, nací. Una ciudad, conviene recordarlo, fundada en 1186 por el rey Alfonso VIII bajo el lema Ut placeat Deo et hominibus (Para que agrade a Dios y a los hombres); dispuesta, por cierto, a la medida de un hombre, como querían los clásicos. Ni las megalópolis inabarcables en que se han convertido Tokio, Nueva York o Shangai, ni el pequeño pueblo o la aldea donde a uno, por lo reducido del espacio y de la convivencia, se le antoja la vida complicada. Una ciudad, en suma, para ser paseada (por el flâneur de Benjamin); donde las distancias no nos exceden, ni por defecto ni por exceso. Tal vez por eso escribió Musil que “a las ciudades se las conoce, como a las personas, por el andar”.
La palabra ciudad, una de las más bellas de nuestro idioma, respira civilización por todas las letras de su espíritu. El que enlaza con Grecia y Roma, sí, pero también con la secreta ciudad islámica y la culta ciudad renacentista. Un concepto que, al correr de los siglos, remite, sin querer, a la vieja Europa: la de los cafés, como precisa Steiner.
Del mismo modo que el niño idealiza la belleza de su madre, uno también ha llegado a sublimar el esplendor de Plasencia. No es ajeno a ese hecho la conversión de la ciudad y de su entorno (su tierra, como decían los antiguos) en territorio literario. Con todo, su reflejo en mis libros ha oscilado desde lo meditativo (en el caso de la poesía) a lo memorialístico (en mis novelas), lo que ha comportado, según creo, dos visiones complementarias, pero al cabo distintas: una más dulce, la otra más áspera. Algo, sin embargo, las une: la melancolía, un triste sentimiento inseparable de las ciudades que han sido gloriosas en el pasado y donde la paulatina decadencia inclina a sus nostálgicos habitantes a mirar siempre atrás; lo que acaso termine convirtiéndoles en estatuas de sal, como a la mujer de Lot.
Quienes eligieron este lugar para levantar una ciudad a imagen y semejanza del paraíso no ignoraron la presencia de un río. En nuestro caso, el Jerte. En rigor, y salvo escasas excepciones, las ciudades son inseparables de los ríos, por modestos e importantes que éstas y éstos sean. Eso y las virtudes que ensalzó de manera insuperable el médico Luis de Toro en su libro Descripción de la ciudad y obispado de Plasencia (1553), que van de lo monumental y artístico a lo paisajístico y natural, hacen de este enclave algo único y esta apreciación, a la vista de las adhesiones que ha venido suscitando a través de la historia, no es, contra lo que parece, fruto de la pasión o del exceso. O no sólo.
Aunque el pasado sea parte del presente, no remite a lo remoto la exposición que justifica estas líneas. Plasencia Contemporánea. Hombres y mujeres que han hecho ciudad recupera el intenso periodo que va de
Aunque de logros se viene a hablar aquí (la llegada del ferrocarril; la mejora del saneamiento urbano a causa del abastecimiento de agua potable, la red de alcantarillado y el alumbrado público; el florecimiento y difusión de la cultura a través de periódicos y revistas con la consiguiente proliferación de imprentas; la apertura de cafés, teatros, casinos o círculos recreativos, de la plaza de toros y algunos cinematógrafos; la creación de hospitales y establecimientos de beneficencia, así como la fundación de una caja de ahorros, una pequeña industria y un pujante comercio), no poco se perdió en ese breve lapso de tiempo: la capitalidad provincial, por ejemplo, un agravio que el paso de los años no ha logrado erradicar del alma de Plasencia. Puede que de la asunción resignada de esa derrota (fechada entre 1822, cuando Cáceres es designada, y 1833, cuando ésta recibe la capitalidad tras la división de España en provincias) surgieran no pocos de nuestros males. En el último tercio del siglo XIX, pongo por caso, la incapacidad para transformar la ciudad medieval en una ciudad moderna. El impulso higienista no bastó para abordar el necesario ensanche que se conseguiría gracias al derribo total de la muralla y al trazado de una gran vía, un lance que quedó, como tantos otros proyectos destinados “a hacer ciudad”, en fugaz utopía. Lo nuestro no ha sido, ay, la grandeza de miras. El promotor de esa empresa puede ser considerado, sin temor a equivocarnos, uno de los paradigmas de aquella Plasencia alicaída y a medio hacer y, en consecuencia, un buen emblema para esta exposición. Me refiero al arquitecto Vicente Paredes Guillén (1840-1916), placentino de Gargüera, un hombre clave no sólo para el urbanismo sino para muchas otras disciplinas como la arqueología o la literatura. Como tantas otras veces, las autoridades políticas locales no estuvieron a la altura de los planes modernizadores imaginados por el que era, para colmo, arquitecto municipal. Desde entonces, no hemos ido a mucho mejor. De la persistente falta de planificación da buena cuenta esta ciudad invertebrada que tanto cuesta ordenar, ya sea en los aledaños de su centro histórico, que marca su recuperada muralla (algo más que un símbolo), como en su extrarradio. En nuestros días, pondría como prueba de ese consumado infortunio la zona baja de Valcorchero y la sierra de Santa Bárbara.
Pero Paredes no estuvo solo. O, mejor, no fue el único. Por destacar sólo unos pocos nombres, acaso los más sobresalientes, se puede citar al musicólogo y folclorista Manuel García Matos, al poeta José María Gabriel y Galán y al impresor Agustín Sánchez Rodrigo. Sólo el primero nació en Plasencia. Galán lo hizo en Frades (aunque llegara a ser del Guijo) y Sánchez Rodrigo en Serradilla.
No está de más hacer alusión a una partida de intelectuales de principios del XX, “un grupo de regeneracionistas brillantes que fundaban periódicos, escribían maravillosamente y su compromiso con el liberalismo era total”, según el profesor Miguel Ángel Melón, entre los que se contaban el impresor Evaristo Pinto, el tipógrafo Mariano San José Herrero y el farmacéutico Joaquín Rosado Munilla.
Se puede señalar que la ciudad provincial y levítica ha atravesado mal que bien la contemporaneidad y que ahora se encuentra en una excelente coyuntura para abordar el futuro. Bien comunicada (gracias a las autovías y a la inminente llegada del tren de alta velocidad), con su tradicional vigor mercantil intacto (complementado por el empuje de las comarcas) y con una ciudadanía cada vez más preocupada y culta, lo venidero obligará a sus vecinos a saldar de una vez por todas su cansino victimismo para afrontar con solvencia su auténtica consolidación como la urbe que siempre aspiró a ser.
Uno se alegra, en fin, de haber nacido y de haber podido vivir en una ciudad. No en una, en ésta.
Á. V. Plasencia, invierno de 2007
(Texto incluido en el catálogo de la exposición Plasencia Contemporánea. Hombres y mujeres que han hecho ciudad 1810-1935)