Ayer, casi a la misma hora que se presentaba en el Círculo de Bellas Artes de Madrid Rompiendo cristales, las memorias de Ibarra (para uno nunca ha sido Juan Carlos), treinta años de vida política (como reza el subtítulo), me llegó a casa, por mensajería, un ejemplar. No pude por menos que abrirlo y empezar a ver y a leer. Ojeé las fotografías, picoteé en el índice onomástico y hasta leí, ya digo, las sesenta y cinco primeras páginas. Antes, un capítulo del final que dedica al infame asunto de las fotos de Montoya donde confiesa que envió a la Asamblea una carta de dimisión que no llegó a tramitarse. Viví aquellos momentos con la intensidad de quien fue incluso denunciado, entre otros, por los Peones Negros. Mi delito era ser en ese momento el director de la Editora (a quien se quiso desprestigiar por haber cedido un número de ISBN). Recuerdo bien la tarde en que se hicieron públicas en una página web del PP aquellas fotografías que casi nadie había visto antes, cuando el promotor del asalto, un politicucho metido ahora, según dicen, a novelista histórico (la novela histórica no deja de ser, ay, un refugio de impostores), esparcía por tierra, mar y aire la porquería de la mano de su jefe por entonces, otro mindundi, y la de otro nefasto personaje, uno de Ávila. Iban contra todo, pero en especial contra Ibarra, que se marchaba, y contra mi consejero, Paco Muñoz, ya candidato in pectore a la alcaldía de Badajoz. Qué catadura moral la de algunos.
Las fotografías de Ibarra (no las Montoya) son bonitas, sobre todo las de su infancia y juventud, y están bien elegidas. Salvo la última, donde aparece (de lo más pop) flanqueado por un personajillo de esos que el fotógrafo Ismael Rozalén calificó en su día de colocadores (siempre salen con el cuello estirado en las instantáneas), y una señora...
El libro promete. El relato de sus primeros años de vida en el barrio de los Ferroviarios de Mérida es memorable. Bueno, y antes, la desternillante narración de su inoportuno infarto. Genio y figura. Ah, y está bien escrito. Puede que vuelva a comentar algo de él aquí.
Las fotografías de Ibarra (no las Montoya) son bonitas, sobre todo las de su infancia y juventud, y están bien elegidas. Salvo la última, donde aparece (de lo más pop) flanqueado por un personajillo de esos que el fotógrafo Ismael Rozalén calificó en su día de colocadores (siempre salen con el cuello estirado en las instantáneas), y una señora...
El libro promete. El relato de sus primeros años de vida en el barrio de los Ferroviarios de Mérida es memorable. Bueno, y antes, la desternillante narración de su inoportuno infarto. Genio y figura. Ah, y está bien escrito. Puede que vuelva a comentar algo de él aquí.