20.1.09

Peatón en Mérida

La primera vez que uno recuerda haber viajado a Mérida, Vía de la Plata adelante, fue a finales de los años sesenta, en el 600 de la familia, camino de una playa del sur. Al llegar a la altura de la ciudad, muchas horas después, mi padre paró para que viéramos el Teatro Romano, entonces a pie de carretera. Allí, bajo el tórrido calor del verano extremeño, oí de viva voz una de las anécdotas más repetidas ante ese monumental conjunto de ruinas, cuando mi hermano pequeño dijo con infantil aplomo: “Papá, esto no me gusta: está roto”. Es cuanto retengo de mi primer, fugaz viaje a Mérida, una ciudad, por cierto, que no aparece en mi memoria de aquel tiempo, borrosa o invisible tras las piedras calcinadas de gradas, arcos y columnas y el canto pertinaz de las chicharras.
Hasta los ochenta del siglo pasado, con la llegada de la Autonomía a Extremadura, los habitantes de esta inmensa región vivían si no inmersos sólo en sus realidades locales o comarcales sí al menos en las provinciales lo que viene a explicar porqué, para un placentino, alguien del norte, el Tajo marcaba una suerte de frontera que con dificultad se franqueaba. Vivíamos de espaldas y apenas si se establecían contactos entre cacereños y pacenses. No hace falta recordar que moverse no era tan fácil como ahora. Así las cosas, no es extraño que en el imaginario colectivo de mis paisanos, Mérida fuera un lugar remoto que carecía de interés.
De la frecuentación de los sitios, como sucede con las personas (el roce, decimos, hace el cariño), surgen relaciones que pueden devenir incluso amorosas. Me ocurrió después de unos años de trabajo en Cáceres, donde descubrí una ciudad que, a pesar de haberla tratado bastante, hasta ese momento desconocía, y me ha terminado sucediendo con Mérida.
A pesar de que ostenta el título de Patrimonio de la Humanidad, Mérida no entra por los ojos. No, no es una ciudad bonita a primera vista. Exige determinadas dosis de asedio y de paciencia. Esto sólo vale para los que la vemos desde fuera, claro, para quienes la visitamos. Los emeritenses, como suele ocurrirle a cada cual con la suya, dirán que es hermosa, y la mejor. Y puede que no les falte en parte razón. Esa credencial que acabo de mencionar es justa. Ya hubo en ella asentamientos prehistóricos y sigue luciendo orgullosa su pasado romano pues allí el emperador Augusto fundó Emérita, capital de la provincia Lusitana de su imperio, para que vivieran en ella veteranos (emeriti) de las sucesivas guerras propias de aquella época heroica. De la “otra Roma de España” habla Moreno de Vargas en 1633.
La presencia de aquella Emérita es insoslayable. Por ruinas, vestigios, edificios y monumentos que la pueblan en todas las direcciones de su centro histórico. Así, casas como la del Mitreo o La Torre del Agua. Puentes como el del Guadiana o el Albarregas. Arcos como el de Trajano. Acueductos como el de Los Milagros o San Lázaro. Templos como el de Diana o el de Marte. Y el famosísimo Teatro. Y, cómo no, el Anfiteatro y hasta el Circo. O las Termas y los Columbarios. Y ya a las afueras, el embalse de Proserpina.
Del mismo modo que hay una Mérida Romana, la más conocida, hay también una Mérida Visigoda, una Mérida Árabe (Mārida, de la que quedan restos bien conservados de su Alcazaba) y, por poner coto, una Mérida Santiaguista (de la que dan fe las Torres albarranas de la misma Alcazaba o la Iglesia de Santa Eulalia).
Acabo de mencionar a Santa Eulalia y bueno será recordar que es la patrona de Mérida, una mártir que murió en el año 64 de nuestra era. Para los foráneos, que siempre comprendemos las pasiones que despiertan las patronas de cualquier lugar, la Mártir, que es como la llaman todos, evoca unas nieblas tan temibles como famosas, las que se forman a principios de diciembre, coincidiendo con su festividad. Nieblas que nos llevan a otro nombre clave de esta: el Guadiana, río grande y caudaloso que a estas alturas de su viaje hacia el mar ha olvidado los caprichos que le han hecho famoso en los libros de texto. No es ajena a su existencia, antes al contrario, la ubicación de Mérida.
Como no es inocente que los políticos extremeños, ya constituida Extremadura en Comunidad Autónoma, decidieran que Mérida iba a ser la capital autonómica. Por las razones que he esgrimido antes, esa separación provincial que se extendía mucho más allá de los límites geográficos, tuvieron que buscar una ciudad que no fuera ninguna de las dos capitales tradicionales de la región. De haber podido, a lo peor hubieran hecho como con la Universidad: partirla en dos para que ninguna de ellas se quejara. El caso es que esa decisiva determinación cambió de una vez y para siempre a esa ciudad, no hace falta explicar que para bien.
Uno, que empezó a frecuentarla a principio de los años ochenta, la entrevé más fea y pequeña, con ese aspecto de pueblo grande que todavía no ha perdido. Esto, lejos de ser triste, me parece una virtud. Monumentos aparte, lo que suelen visitar los turistas que se acercan a ella, da gusto pasear por algunas de sus calles donde aún es posible ver árboles en las aceras y casa bajas, ésas típicas de Mérida, con un pasillo central que da a las habitaciones y que desemboca en un patio necesario para combatir los rigores del clima. Casas con muros anchos donde el frío no entra en el invierno y de las que huye el calor en verano.
Desde el balcón de un modesto piso del centro, vislumbro una lejana tarde de los felices ochenta y una fotografía que recoge los muros de una obra en construcción: el Museo de Arte Romano, de Rafael Moneo; una obra singular, sí, pero también perfecta donde continente y contenido, sin solución de continuidad, rescatan lo mejor de la romanidad de Mérida y, por consiguiente, del mundo.
A costa de dejar por el camino la Mérida moderna, que levantó no pocos palacios y conventos, la del XIX (una época bastante oscura para una localidad a la que Larra denominó “olvidada de ella misma” y “población de cortísima importancia” en un texto publicado en 1835) y la del XX (que rememora Alberto Oliart en sus memorias de infancia, que revive Félix Grande cuando recuerda su nacimiento en plena Guerra Civil, en la calle Calvario, que evoca Vicente Sabido al regresar a la huerta de sus abuelos, su fluvial paraíso perdido), procede reconocer, ya que la citamos, la arquitectura contemporánea como uno de los valores esenciales de la ciudad. De su pujanza reciente dan fe un conjunto de obras cercanas entre sí, construidas a orillas del Guadiana, como el puente Lusitania de Santiago Calatrava (que lo cruza), el Palacio de Congresos de Nieto y Sobejano, las Nuevas Consejerías de Navarro Baldeweg, la Biblioteca de Arranz o la Escuela de Administración Pública de Sáenz de Oiza.

Álvaro Valverde

Nota: Este artículo se publicó bajo el rimbombante título de "Mérida: una urbe para solaz del guerrero" en la revista Descubrir el arte, Nº 113, junio de 2008. Lo rescato ahora por aquello de que hace meses que no paseo por allí. Y menos que...