Acabo de salir de uno de los sueños más bonitos y melancólicos de mi vida. Transcurría en una casa de campo y delante de ella pasaba el tren. Un viejo tren lento y de madera que, como el lugar, tenía un inequívoco aire inglés. Habíamos ido allí a pasar el fin de semana. La casa era de Fernando Pérez. De su familia, mejor. Estaba Susi pero también Celes. Él sólo aparecía a veces. Yolanda igual. Y nuestros hijos. Todos aparecíamos o desaparecíamos como por arte de magia. El sitio era cálido y confortable. Lleno de telas y de libros. Fuera llovía. Llegaba gente o simplemente pasaba pero todos recordaban a Fernando que, como digo, era más bien un ausente, una sombra: alguien que ha muerto. Por eso cada poco llorábamos mansamente de emoción al evocar esta o aquella anécdota, este o aquel encuentro. Pasado y presente se fundían en un tiempo apacible. Poco antes de despertarme, hacíamos las maletas y hablábamos de volver. Se ve que de algunas personas uno no se va nunca.