Cuando terminé de leer la novela de Gonzalo sentí un molesto vacío existencial. No exagero. Tenía varios libros a la espera. Nahir me había enviado desde Seix-Barral lo último del vitalísimo Caballero Bonald y La ofensa, de Menéndez Salmón, al que aún no he leído. Mientras sigo con la poesía de Efi Cubero y a la espera de meterme con La nota rota, de Irazoki, ¿qué leo?, me dije. Qué, añadí, capaz de salvarme del esplín. Un sobre de la Editora con un ejemplar de Cuaderno escolar resolvió todas mis dudas. Leería a Juanra Santos. Lo releería, mejor. Impreso ya su libro en papel, como es debido. A pesar del azar, no se trata de un gesto casual. En no pocos de esos relatos encuentra uno, salvando todas las distancias que el tópico aconseja mantener, el rastro literario de Hidalgo Bayal. No hablo, líbreme Dios, de imitación. Ni siquiera de influencias. Es algo más sutil. La lección bien aprendida. Las lecciones, mejor. Más que de años de taller con los consiguientes ejercicios retóricos, de lecturas atentas y bien asimiladas. Detalles que superan la mera confluencia entre un maestro y el más aventajado de sus discípulos. De escritor a escritor.