PALESTINA
Llevamos una vida
mirando esas imágenes
con mujeres cubiertas
de luto y de tristeza,
hombres que corren
con sus hijos en brazos,
casas rotas o en ruinas,
soldados que disparan,
tanques que avanzan,
gente que va gritando por las calles,
y sirenas y prisas y ambulancias
con cuerpos destrozados por metralla.
Al ruido de los tiros,
se suma el de los cánticos.
Al terroso color de ese paisaje
de edificios caídos y miseria,
se sobrepone el rojo intenso
de la sangre.
A los campos desérticos
de guijarros y polvo
le dan el contrapunto los olivos,
de un verde descompuesto.
Esa batalla nos dura ya una vida.
Hemos ido creciendo
a su sombra enfermiza.
Incluso hemos llegado a acostumbrarnos
a que a esa sinrazón
le llamen guerra.
Y, sin embargo,
no hay mentira ni ley que justifique
esa obscena emboscada de la historia.
Ni un salmo ni una aleya que defienda
la perversión de ese combate.
Un pueblo herido se olvida del horror
matando a otro.