Hasta uno, ser rutinario por excelencia, cree que es bueno huir a veces, siquiera a veces, de la costumbre. Entonces cualquier excusa es buena. Por ejemplo, una boda. Ésta, la de P., no era de compromiso sino todo lo contrario. Hemos conocido como niño al hombre con canas que se casaba con M. el sábado en Las Caldas, a un paso de Oviedo, en una hermosa capilla románica -con su pequeño tímpano y su humilde cristo gótico (eso sí)-, y eso siempre emociona. Aunque fuera hacía un calor impropio -más en la umbrosa Asturias-, allí dentro todo era frescura. Y no sólo por la temperatura ambiente. El cura, un canónigo que también es astrofísico, dirigió una ceremonia digna de encomio. Breve, bien cantada, cercana... Dejó para el final la predicación, que fue tan escueta como todo lo demás. Para hablar del matrimonio, por cierto, sacó de debajo del altar pequeñas reproducciones de madera de un yugo, un arado y algo más que no sé nombrar. Objetos que, a pesar de su pertinencia para explicar lo que el buen hombre quería, provocaron en los asistentes -sobre todo en los casados- risitas imposibles de evitar. Sonrisas, supongo, buscadas.Quienes no frecuentamos las iglesias, los que sólo vamos a funerales, bautizos, comuniones y bodas, agradecemos sobremanera que el sacerdote no aproveche esas azarosas circunstancias para lucirse o que, como suele ocurrir, nos castigue con sermones al uso. Por suerte, no fue el caso.
El demorado aperitivo en los jardines, la espléndida cena en uno de los salones del balneario y el tópico baile posterior dieron la exacta medida de lo que se pretendía y, por eso, el tiempo se detuvo unas horas en la villa acuática y medicinal. Qué fácil imaginar fiestas parecidas en veranos semejantes; días de los que, sin haberlos vivido, uno llegó a sentir nostalgia.
Estando al lado, no pudimos evitar acercarnos a Gijón. Dedicamos la jornada dominical a pasear, como tantas otras veces, por el Muro, a visitar algunos bares conocidos y a transitar calles muy pisadas. La playa resplandecía bajo una luz del sur. Luego, ay, nos tocó volver a casa. Más callados y tristes que al subir. Al atravesar Salamanca, llovía.
El demorado aperitivo en los jardines, la espléndida cena en uno de los salones del balneario y el tópico baile posterior dieron la exacta medida de lo que se pretendía y, por eso, el tiempo se detuvo unas horas en la villa acuática y medicinal. Qué fácil imaginar fiestas parecidas en veranos semejantes; días de los que, sin haberlos vivido, uno llegó a sentir nostalgia.
Estando al lado, no pudimos evitar acercarnos a Gijón. Dedicamos la jornada dominical a pasear, como tantas otras veces, por el Muro, a visitar algunos bares conocidos y a transitar calles muy pisadas. La playa resplandecía bajo una luz del sur. Luego, ay, nos tocó volver a casa. Más callados y tristes que al subir. Al atravesar Salamanca, llovía.