27.7.10

Carta de Hoyos

Ayer a las 11 de la mañana estaba sentado a las puertas de la iglesia de Hoyos, respirando el frescor de la sombra de los majestuosos árboles que allí se levantan. A mis espaldas, la piedra, poderosa y fría. Había quedado con Eduardo Moga y su familia, que pasan el verano en su casa de la Sierra de Gata. La antigua vivienda -con su horno y su cuadra- se ha transformado en un lugar encantador y habitable que sus dueños querrían disfrutar, no me extraña, más de un mes al año. Pero su residencia de Sant Cugat queda lejos y sus vacaciones duran lo justo.
Se nos fue la mañana conversando. De la vida, sobre todo. De libros (en la buhardilla hay una vasta y preciosa biblioteca donde Eduardo va ordenando sus libros de narrativa y ensayo), se habló lo justo. Lo normal entre personas que escriben, sí, pero que saben que esa es una experiencia de la privacidad sobre la que pesa la soledad y el silencio. Se habló de amigos comunes, todos poetas y casi todos extremeños, ya que Moga aprovecha su estancia en estas tierras para visitar y conocer a no pocos. Comentarios sin maldad, aclaro. Ni los escritores cuando se juntan sólo hablan de lo que escriben, ni siempre que hablan de otros lo hacen con afán destructivo. Dichosos tópicos.
Comimos pronto (y bien) y, tras las despedidas, me fui despacito, y sin haberlo previsto, hasta Ciudad Rodrigo. Hacía mucho tiempo que no visitaba la ciudad y me pareció más bonita que nunca. Me senté en la plaza -hacía bueno, a pesar de la  intempestiva hora de siesta- y contemplé con todo cuidado una de las más bonitas que conozco (sale en un poema mío de El reino oscuro), con especial detenimiento en sus soportales y en las tiendas antiguas que allí sobreviven. Después de dar un corto paseo y observar desde lo alto el río, volví a Plasencia. Del cercano Portugal llegaba la extensa humareda de un incendio.