Fue una jornada muy machadiana, sí, pero al revés. Quiero decir que por la mañana, en clase, hubo de todo menos monotonía: mis alumnos siguen siendo, dos años después, las fierecillas que dejé, por decirlo de una manera pedagógicamente correcta. Por la tarde, en el paseo por el campo, las protagonistas fueron las moscas, pero tampoco se portaron como en el poema del bueno de don Antonio. Qué pesadas, Dios mío. Ya no recordaba lo que era recorrer los contornos del molino en septiembre. Una nube de moscas rodeó mi cabeza, me zumbó en los oídos, desde que salí hasta que llegué. De nada sirvió que me pusiera en las orejas unas ramitas de albahaca (uno de los olores, por cierto, que más me gusta), ni la gorra calada, ni las gafas de sol. Paré lo justo para refrescarme en la fuente de los alisos y creí que me comían. A medio camino opté por una rama de árbol larga y la fui agitando, a modo de limpiaparabrisas, el resto de paseo. Sólo las intermitentes ráfagas de viento me aliviaban un poco del ataque de las dichosas moscas. Para verme. Qué cruz.