¿Estás con Cernuda?, preguntó mi amigo. Sí, contesté. Y él: ¡Qué aburrimiento! Y uno: ¿el libro de Taravillo? No, la vida de ese hombre. Los dos hemos estado estos días con el poeta sevillano. Gracias al segundo volumen de la impecable biografía de Luis Cernuda, Los años de exilio (1938-1963), firmada por Antonio Rivero Taravillo y publicada por Tusquets.
Hace años que mi amigo y yo diferimos en lo que a la poesía del autor de La realidad y el deseo se refiere. A uno se le ha venido cada vez más arriba y la relectura (con perdón) de los muchos poemas citados por ART en su obra ratifican ese aprecio, entre los más altos de esa particular biblioteca que uno ha ido decantando con los años.
Con todo, estoy con Octavio Paz, tan presente en este libro por ser uno de los pocos amigos verdaderos del poeta (y uno de sus mejores estudiosos), cuando afirma que la biografía de un poeta está en sus poemas. Sin echar por tierra el exhaustivo trabajo de Taravillo, tan necesario, acaso basten un puñado de poemas suyos para dar cuenta de quién fue; de ahí que la tajante afirmación de mi amigo, ironía mediante, encierre más verdad que boutade.
Leer las páginas de esta biografía no sólo ha supuesto reencontrarse con esos poemas inolvidables (para algunos) de uno de los pilares más sólidos de la poesía española del XX, sino también darse de bruces con las peripecias de un ser homosexual, solitario y triste, tres aspectos esenciales de su personalidad; un hombre metódico, pulcro, atildado, antipático, preocupado en exceso por el dinero (no sabemos si hasta el punto de que la preocupación por la pérdida de sus ahorros desencadenara, al menos en parte, el infarto que le llevó a la tumba, como llega a sugerir con cierta sorna Taravillo), un culo de mal asiento (con perdón) que pasó a lo largo de su largo exilio por Francia, Inglaterra, Estados Unidos y México sin estar a gusto en ningún sitio, seguramente porque, como en el poema de su admirado Cavafis, el problema no era otro que él mismo, quien quizá más daño le hizo, a pesar de echar la culpa de su permanente desasosiego a unos y a otros, excelentes poetas, y puede que hasta personas, la mayoría.
Para el lector, esa personalidad desemboca en dos actitudes: aversión o empatía. Porque uno admira sus poemas, sobre todo, y porque comprende muy bien no pocos aspectos de su forma de ser, mi opción es la segunda. Puede que también por piedad. No por lástima o compasión, si se me permite el matiz. Quizá, en el fondo, por lo que acertó a decir el cernudiano Brines, aquello de que "a debida distancia cualquier vida es de pena".
En la biografía de Taravillo se ve a las claras lo que al cabo de veras importa: que consagró su existencia a la poesía y que todo lo demás estuvo en función de ella. No de todos los poetas, antiguos o modernos, se puede decir lo mismo. De ahí, tal vez, esa excesiva preocupación por la posteridad y su desmedido celo por todo lo que tuviera que ver con las interpretaciones críticas acerca de sus libros.
Sus odios (a JRJ, Salinas & Guillén, Gullón, etc.) y sus amores (literarios) surgen de ahí. Se relata una anécdota ilustrativa al respecto, casi de chiste, de cuando le quieren comprar una mesa de trabajo para su casa mexicana y escribe para rogar que no se adquiera porque es de caoba (una madera que detesta) y, lo que es peor, porque sabe que nunca podrá escribir sobre ella, lo único que le importa.
Sin vocación alguna por la docencia -ni de niños ni de adultos, ni universitaria ni colegial-, de su periplo académico se deduce que Cernuda fue un trabajador riguroso e incansable: traducción, ensayo, poesía, etc.
Aunque no se haya comentado aún, el centro de este libro está, como es obvio, en la guerra civil. La desgarrada y cainita España no deja de estar presente en los años de exilio y si en un principio Cernuda muestra su fe inquebrantable en la República y en quienes la apoyaron, los que perdieron la contienda, pronto se decanta, como tantos, a favor de esa tercera España que algunos, muchos años después, todavía esperamos ver, la que supere a una de esas dos que siguen helando a tantos españoles el corazón; una nación democrática al margen de políticos cerriles, corruptos y nefandos. En eso, y no sólo por su obra, Cernuda es un referente moral. Sigue siéndolo, quiero decir.
Acaso todo ese recorrido del exilio cernudiano se resuma en una imagen: la de un hombre herido por la melancolía que busca en vano la luz del Sur y el calor del sol.
Ha vuelto a sobrecogerme el relato de su muerte, esa resignación ante el destino (sus dos hermanas muertas por fulminantes e inesperados ataques de corazón) que tuvo algo, o eso parece, de elegante suicidio.
Hay mucho más en Los años de exilio. Antonio Rivero Taravillo, que ya ha viajado a México para presentar la obra, puede estar satisfecho de su trabajo. Vida y poesía son inseparables en el caso de Cernuda. De una y de otra contamos ya con ediciones dignas de un poeta mayor. "Pequeñas son las personas, grandes sus obras", escribe Milosz en su poema "Los conjuros de mi padre". Y no miente.
Hace años que mi amigo y yo diferimos en lo que a la poesía del autor de La realidad y el deseo se refiere. A uno se le ha venido cada vez más arriba y la relectura (con perdón) de los muchos poemas citados por ART en su obra ratifican ese aprecio, entre los más altos de esa particular biblioteca que uno ha ido decantando con los años.
Con todo, estoy con Octavio Paz, tan presente en este libro por ser uno de los pocos amigos verdaderos del poeta (y uno de sus mejores estudiosos), cuando afirma que la biografía de un poeta está en sus poemas. Sin echar por tierra el exhaustivo trabajo de Taravillo, tan necesario, acaso basten un puñado de poemas suyos para dar cuenta de quién fue; de ahí que la tajante afirmación de mi amigo, ironía mediante, encierre más verdad que boutade.
Leer las páginas de esta biografía no sólo ha supuesto reencontrarse con esos poemas inolvidables (para algunos) de uno de los pilares más sólidos de la poesía española del XX, sino también darse de bruces con las peripecias de un ser homosexual, solitario y triste, tres aspectos esenciales de su personalidad; un hombre metódico, pulcro, atildado, antipático, preocupado en exceso por el dinero (no sabemos si hasta el punto de que la preocupación por la pérdida de sus ahorros desencadenara, al menos en parte, el infarto que le llevó a la tumba, como llega a sugerir con cierta sorna Taravillo), un culo de mal asiento (con perdón) que pasó a lo largo de su largo exilio por Francia, Inglaterra, Estados Unidos y México sin estar a gusto en ningún sitio, seguramente porque, como en el poema de su admirado Cavafis, el problema no era otro que él mismo, quien quizá más daño le hizo, a pesar de echar la culpa de su permanente desasosiego a unos y a otros, excelentes poetas, y puede que hasta personas, la mayoría.
Para el lector, esa personalidad desemboca en dos actitudes: aversión o empatía. Porque uno admira sus poemas, sobre todo, y porque comprende muy bien no pocos aspectos de su forma de ser, mi opción es la segunda. Puede que también por piedad. No por lástima o compasión, si se me permite el matiz. Quizá, en el fondo, por lo que acertó a decir el cernudiano Brines, aquello de que "a debida distancia cualquier vida es de pena".
En la biografía de Taravillo se ve a las claras lo que al cabo de veras importa: que consagró su existencia a la poesía y que todo lo demás estuvo en función de ella. No de todos los poetas, antiguos o modernos, se puede decir lo mismo. De ahí, tal vez, esa excesiva preocupación por la posteridad y su desmedido celo por todo lo que tuviera que ver con las interpretaciones críticas acerca de sus libros.
Sus odios (a JRJ, Salinas & Guillén, Gullón, etc.) y sus amores (literarios) surgen de ahí. Se relata una anécdota ilustrativa al respecto, casi de chiste, de cuando le quieren comprar una mesa de trabajo para su casa mexicana y escribe para rogar que no se adquiera porque es de caoba (una madera que detesta) y, lo que es peor, porque sabe que nunca podrá escribir sobre ella, lo único que le importa.
Sin vocación alguna por la docencia -ni de niños ni de adultos, ni universitaria ni colegial-, de su periplo académico se deduce que Cernuda fue un trabajador riguroso e incansable: traducción, ensayo, poesía, etc.
Aunque no se haya comentado aún, el centro de este libro está, como es obvio, en la guerra civil. La desgarrada y cainita España no deja de estar presente en los años de exilio y si en un principio Cernuda muestra su fe inquebrantable en la República y en quienes la apoyaron, los que perdieron la contienda, pronto se decanta, como tantos, a favor de esa tercera España que algunos, muchos años después, todavía esperamos ver, la que supere a una de esas dos que siguen helando a tantos españoles el corazón; una nación democrática al margen de políticos cerriles, corruptos y nefandos. En eso, y no sólo por su obra, Cernuda es un referente moral. Sigue siéndolo, quiero decir.
Acaso todo ese recorrido del exilio cernudiano se resuma en una imagen: la de un hombre herido por la melancolía que busca en vano la luz del Sur y el calor del sol.
Ha vuelto a sobrecogerme el relato de su muerte, esa resignación ante el destino (sus dos hermanas muertas por fulminantes e inesperados ataques de corazón) que tuvo algo, o eso parece, de elegante suicidio.
Hay mucho más en Los años de exilio. Antonio Rivero Taravillo, que ya ha viajado a México para presentar la obra, puede estar satisfecho de su trabajo. Vida y poesía son inseparables en el caso de Cernuda. De una y de otra contamos ya con ediciones dignas de un poeta mayor. "Pequeñas son las personas, grandes sus obras", escribe Milosz en su poema "Los conjuros de mi padre". Y no miente.