Alguien desmenuzará un día de estos la razón narrativa de Gonzalo Hidalgo Bayal de manera semejante (no, igual no) a como él lo hizo con Ferlosio en aquel insólito ensayo que publicó Del Oeste Ediciones. Nombro la editorial porque, de sus libros, once de trece han salido en sellos de "rango secundario o autonómico", por usar palabras de uno de sus personajes, hasta que un buen día -me consta que pudo ser mucho antes: el azar es oblicuo-, Tusquets rescató Paradoja del interventor y, poco después, Campo de amapolas blancas y, por fin, ya como autor de pleno derecho de la acreditada casa barcelonesa, lo que honra a ambas partes, la primera edición de sus dos últimas obras: la novela El espíritu áspero y el libro de cuentos Conversación, a punto de distribuirse en librerías.
En qué medida ha contribuido esta circunstancia a su crecimiento como escritor es algo opinable. Bueno, que gracias a Tusquets se han fijado en él los que cortan el bacalao crítico y académico, y de paso no pocos lectores, es algo obvio. Algunos, críticos y profesores incluidos, le conocíamos desde hacía años (su primera novela es de 1988 y su aterrizaje en Tusquets de 2006) e incluso le reconocíamos como el insólito y excelente escritor que era y es, por utilizar dos adjetivos de la elegante faja naranja que promociona su última entrega. Cosa distinta es que a GHB eso le haya afectado. Apuesto a que él hubiera seguido escribiendo y publicando, a su ritmo, en sellos locales, provinciales o autonómicos sin que ello mermara su categoría de escritor ni le perturbara en lo más íntimo. Si leemos entre líneas, que es como acaso se debe leer, encontraremos, aquí y allá, veladas alusiones a esta cuestión (el éxito, el fracaso, esas minucias). En todo caso, el enigma, si lo hay, se resuelve gracias a otra razón, la moral, que, inseparable de la narrativa, gobierna toda su obra y que en Conversación a uno se le antoja omnipresente, aportando al libro un plus muy de agradecer en estos volátiles tiempos de tribulación que nos ha tocado vivir. Una razón moral que, inseparable de la narrativa, se hace explícita de la única manera lógica en literatura: escribiendo del mejor modo posible, que es lo que él hace.
Este nuevo libro, lo diré pronto, es un paso adelante en eso que llaman (nunca él y yo) "carrera literaria". No le hace más escritor, ya lo era (y grande), pero sí mejor aún, lo que parecía complicado. Un publicista lo despacharía con un simple "Bayal va a más".
Si entramos en materia, lo que no resulta nada sencillo (¡es tanto lo que habría que comentar, tantos los matices de esta escritura caleidoscópica... y tantas las limitaciones de uno!), Conversación está compuesto por cinco cuentos o relatos y en los cinco, lo que da unidad al libro, el diálogo está presente. Para abrirlo, el autor ha elegido la hermosa definición de conversar que aparece en el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias.
Así, en "Kalé heméra", el primer cuento (que publicó ayer La Vanguardia), breve y lleno de sutileza, conversan un joven profesor particular de griego y su única alumna, madre de familia y esposa.
En "Corzo", HB regresa al abrupto territorio de El espíritu áspero, a los parajes angostos y silvestres de Los Huranes, a una geografía inhóspita que sirve de fondo a una historia rural y trágica donde la palabra humana, parca e impenetrable, como esos lugares, se confunde con el silencio. Es, por cierto, el único cuento que no sucede en interiores, espacios más acordes con la civilizada charla.
En "Aquiles y la tortuga" -un cuento con aspecto de novela corta- rescata a su viejo personaje Saúl Olúas. Con ello, el festín verbal (los juegos de palabras, los palíndromos, etc.), marca de la casa, está asegurado. Es muy difícil encontrar en el panorama literario (da igual el género) a un escritor con la capacidad lingüística de GHB, con un dominio del idioma (vivo o muerto: castellano, griego o latín) semejante, por muy famoso o de la Española que sea. Aquí el diálogo se establece entre el citado Olúas y sus tertulianos y, más exactamente, entre Saúl, o Saulo, y un antiguo compañero de estudios, Pedro Enrique, o Petrus. Sin entrar en pormenores que desentrañarían aspectos que sólo el lector debe descubrir y disfrutar, sí merece la pena destacar el despliegue de conocimientos filosóficos que el cuento contiene, un nuevo tour de force que demuestra hasta dónde puede llegar y llega la escritura de HB, esta vez a favor de un personaje, Petrus, aspirante a filósofo, digamos, presocrático.
"Monólogo del enemigo" es el cuento donde ese fundamento moral a que me refería se hace más evidente. Comienza con una frase lapidaria: "No basta el odio para ser enemigos". Tratado sobre la amistad, profunda reflexión sobre el odio ("el odio es superior al hombre"; el amor, sin embargo, nos hace frágiles), uno encuentra en él, además, auténticas, prácticas lecciones morales. (¿No es esconde detrás de todo escritor de fuste un moralista? ¿No lo fue Camus, un referente de HB?) Sobre la inutilidad de la queja, contra el alarde de victoria ("una forma de la derrota"), etc. De nuevo dos condiscípulos son los protagonistas de un monólogo apasionante que uno de ellos relata a un camarero y varios parroquianos en la penumbra de un bar.
"Reparación", el cuento postrero, un soliloquio, tiene por protagonista a un enclaustrado observador que cuenta a otro -su único y último interlocutor en la vida- las peripecias del reparador, un oscuro individuo a quien aquél ve ("la vida es ver pasar"; "volver o ver volver: de eso se trata"), desde la ventana de su casa, subir ya bajar por la costanilla, en años soz y en años run. Es prodigioso que, a través de unos sucesos sin aparente sustancia, GHB sea capaz de levantar un relato lleno de sentido, riquísimo en detalles y cavilaciones sobre el ser humano, sobre sus dificultades para ver, oír y comprender, donde en un momento dado se alude a una "teoría del sentido de las palabras, de la conversación y del diálogo" expuesto en "diez sagaces proposiciones (o mandamientos)" que el personaje resume al final en "dos tímidos asertos" y que inciden en el tema de la comunicación y sus aciagas limitaciones. Kafkiano, en su más noble y exacta expresión, el cuento me recuerda la atmósfera opresiva y claustrofóbica de El desierto de los tártaros, la famosa novela de Buzzati.
Por lo demás, todo el libro es fruto del "furor taxonómico" de quien lo ha escrito. Alguien provisto de una razón narrativa, insisto, propia e inmarcesible que da cabida a otras: moral, filosófica, simétrica, matemática, fonética, etc. Alguien que desde la "melancolía de la conciencia" ("no somos más que una lenta e inexorable declinación"), desde la "periferia del saber", con plena conciencia de que está narrando (estamos ante artefactos verbales), descree, sus personajes descreen, de la felicidad, ("sólo hay una condición indispensable para poder ser infeliz: creer en la felicidad..."), de la generosidad (que encubre a la soberbia) o de la campechanía ("uno de los rasgos de la mediocridad"). Alguien que gusta de divagar (aunque siempre vaya provisto de brújula) acerca de todo lo humano (la belleza de hombres y mujeres, pongo por caso) y lo divino (lo bíblico es esencial en esta literatura), que adora las paradojas, que disfruta dándole la vuelta a las frases filosóficas ("yo soy yo y mis limitaciones", "el arte imita al arte", etc.), que detesta la palabra inefable (cómo abordar lo "comprensible, pero imposible de explicar"), que no es dado a la añoranza y la nostalgia, que prefiere, ya se dijo, la resignación y el silencio a la queja, que constata cuánto nos repetimos al contar las cosas, que posee un poderoso sentido del humor (otra de las claves de Conversación), que afirma que "estar solo no es no estar con los demás, sino estar hastiado de uno mismo", que nunca pone un punto y aparte y jamás un punto y coma, alguien, en fin, que conozco, o reconozco, de otras conversaciones, entre cañas y vinos, por nuestras tradicionales rutas sabatinas, porque "cada persona es para la otra solamente lo que dice y lo que cuenta, cada persona es el relato oral de su autobiografía". Alguien que ferlosiano, ahora sí, combate quijotescamente el lenguaje gastado y sus torpes manipulaciones, al que le cuesta juzgar la desconocida vida de los otros cuando ni de la propia se sabe a ciencia cierta, que no soporta las frases hechas y los lugares (y nolugares o sinlugares) comunes, que huye de las palabras vacías, del ”huero palique”, del parlío y de las convenciones lingüísticas. Saúl Olúas lo resume muy bien: "Hablo, como comprenderéis, desde un punto de vista literario, el único punto de vista en que se sostienen las verdades". De ahí que su literatura, como dijera Manguel en otro contexto, nos atrape y nos conmueva “a través de una tensión creada por las palabras mismas".
Cuando llegó a mis manos Conversación, estaba leyendo los cuentos de Chéjov en la bonita edición de Muñoz Millanes y Víctor Gallego que publicó Pre-Textos hace años. En el prólogo se cita a Cortázar: "no hay diferencia genética entre este tipo de cuentos (el breve moderno) y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire". En este sentido, añadiría todavía una razón más a las ya enumeradas: la poética, que ilumina también, y de qué manera, estos inolvidables relatos de Gonzalo Hidalgo Bayal.