10.9.11

Colonias

Sin que sirva de precedente, pongámonos frívolos. A partir de una anécdota. Estábamos sentados a la mesa de uno de los comedores del Palace de Madrid para asistir al fallo del Premio Loewe. No me acuerdo del año. Conmigo, el poeta Marcos Ricardo Barnatán, el diseñador Ángel Schlesser y un directivo del Museo Thyssen-Bornemisza. En un momento de la conversación, éste hombre afirmó, sin venir a cuento, que nunca había usado colonia o perfume alguno y que creía que hacerlo era una "mariconada". Así, como suena. El silencio que sucedió a esa radical declaración fue, como es normal, denso. Schlesser, a quien acababa de conocer, pero que ya había demostrado su exquisita educación y su tono amable, vestido con su habitual, impoluta camisa blanca, siguió comiendo sin decir nada, como el resto de comensales. Me miró, le miré, nos miramos... y a otra cosa. El ejecutivo museístico, ya mayorcito, siguió con la especie hasta que, esta vez sí, comprendió que a nadie le interesaba. No hace falta decir que el discreto modisto, además de ropa y joyas, tiene su propia línea de perfumes. Me acordé del sucedido cuando el domingo pasado la quiosquera me espetó: ¿Lleva usted Vetiver? Sí, contesté azorado. Entonces ella añadió que le gustaba mucho y que lo había reconocido. No es la primera vez, mi amigo Castelo lo detectó en otra ocasión, tras uno de esos abrazos tan imponentes y cariñosos que suele dar. Uso esa colonia de Adolfo Domínguez desde que me la regaló una cuñada (para que luego diga Forges). Huele bien, es fresca, nada empalagosa y, lo que también cuenta, su precio es asequible, al menos para un maestro de escuela.
Si echo la memoria atrás, puedo detallar las sucesivas marcas de colonias o, más raro, perfumes que he gastado. Por imitar a mi tío más joven, la primera fue Agua Brava. El frasco era muy pequeño y el tapón, de madera. Por copiar a otro tío, estuve durante años usando Yacht Man. El tarro de cristal era de un añil precioso. Hoy se sigue fabricando, pero ni sombra de lo que fue. De forma intermitente, pero con la fidelidad de una costumbre, he utilizado desde joven la colonia de Loewe. Por eso, cuando vi en El País el primer anuncio de la convocatoria del citado premio de poesía (el de la edición que ganó Juan Luis Panero), lo primero que pensé fue: "me huele bien". Cuando a uno le tocó en suerte, fui obsequiado, entre otros detalles, con un frasquito de Esencia. A día de hoy, sigo guardando uno en el cajón del baño. Para las ocasiones especiales, que cada vez son menos. Con todo, ya digo, prefiero la clásica colonia de la casa, más discreta y llevadera. Tampoco he olvidado, en fin, otro de esos fortuitos olores que forman parte de mi vida: el de una exquisita fragancia de Givenchy (Gentleman, si no me equivoco) que me regalaron in illo témpore y que conduré cuanto pude.Y lo recuerdo bien porque nada como un olor o un aroma, ya sea natural o elaborado, para evocar momentos que consideramos perdidos para siempre.
Mencioné al principio la frivolidad, pero uno es de los que piensan que elegir el olor por el que los demás te van a reconocer, siquiera en parte, no es algo del todo baladí. Los demás y tú mismo, que te identificas con él antes que nadie. No en vano la obtencion de perfumes, y su uso, forma parte de nuestra humana condición. Desde la noche de los tiempos. A pesar del intempestivo troglodita de mi anécdota.