Así ha traducido Hugo Castignani Éloge de la marche, una nueva entrega de la colección La Biblioteca Azul, serie mínima (le encanta a uno, ya se ve, lo minúsculo), de Siruela, un libro del antropólogo y profesor de la universidad de Estrasburgo David Le Breton que no debería perderse ningún caminante, de paseos o de marchas, urbano o campestre, peregrino o laico, montañero o simple senderista. Es, sin duda, una obra deliciosa que he leído, lápiz en mano, con un ojo en la página y el otro imaginando o recordando lo que uno anduvo, que no ha sido poco. Dividido en capítulos cortos, Le Breton añade a sus propias reflexiones y experiencias las de otros muchos "compañeros de ruta", como los denomina en la interesante y bien nutrida bibliografía que aparece al final del librito. De Rousseau a Benjamin, de Bashô a Stevenson, de Chatwin a Leigh Fermor, de Matthiessen a Thoreau. Entre ellos, dos españoles: Cela (por su Alcarria) y Llamazares. Echa uno en falta a Lanza del Vasto, por ejemplo, que peregrinó a pie hasta la India, o al "artista caminante" Hamish Fulton, pero por aquello de ponerse puntilloso. Barthes, que debió andar poco, dejó dicho: "es posible que caminar sea mitológicamente el gesto más trivial y por tanto el más humano". Aunque ahora no sea una actividad ordinaria, al menos en el mundo occidental, no cabe duda que ese método de conocimiento, de inmersión en el mundo y de meditación; ese modo de vida; esa experiencia sensorial total; esos rodeos que uno da al encuentro de sí mismo; esa forma de nostalgia o de resistencia; esa filosofía elemental, como lo define sucesivamente Le Breton, es la manera más humilde, pero también la más elevada, de ser hombre. Eso al menos siente uno, que camina o pasea cada día y en esa marcha, silenciosa y solitaria, encuentra, casi siempre, lo más placentero y enriquecedor de la jornada. Palabra de peatón.