23.2.12

Leopoldo Panero, al fin


Va uno a la librería en busca de un título concreto y vuelve a casa con un hallazgo. Eso me pasó la otra mañana con En lo oscuro, la antología de poemas de Leopoldo Panero que ha publicado, en edición de Javier Huerta Calvo, la benemérita colección Letras Hispánicas de Cátedra que encontré por casualidad en un rincón de El Quijote. Ya lo decía aquí atrás: forzar la lectura de poesía es cosa inútil. Eso le ha pasado a uno con Panero. Con Panero padre, cabe precisar. Sí, un poema por aquí, un comentario por allá, pero la falta de ediciones asequibles, los prejuicios, la famosa película de Chávarri (El desencanto) y otras zarandajas me habían impedido llegar a sus versos con la atención debida. En fin, más vale tarde...
No haría falta volver sobre la famosa frase de Trapiello (gran valedor y aun editor del astorgano) sobre los escritores que ganaron la guerra y perdieron su lugar en los manuales. Con prevención, sí, pero sin anteojeras, abrí el libro y ya no lo cerré hasta que llegué al final. La introducción del profesor Huerta, que se ocupó de editar la Obra completa, es ejemplar. Clara, amplia, razonada, nada pedante; propia, en fin, de alguien que conoce bien el paño.
Acogida al aserto maireniano de "sencillez y naturalidad", la poesía de Panero se abre paso a través de las tres claves de la poesía que fijó el preclaro Wordsworth: lenguaje conversacional (cotidiano), naturaleza (contemplación del paisaje) y sentido moral. Quiere esto decir que, como Cernuda, la suya es una poética de perfil anglosajón, lo que no obsta, al revés, para que también pueda incluirse en la que Huerta denomina nuestra "espléndida tradición estoica": la de Manrique, Aldana, Quevedo, A. Machado y Cernuda. La misma, o parecida, que nombró Unamuno como "de la meditación". Cabría añadir, además de éste, otros maestros: Fray Luis, Juan Ramón... Con todo, es Machado, Antonio (por más que dedicara un poema a Manuel), su referente poético por excelencia. Como Cernuda, al que trató en Londres, accede a la modernidad a través del Romanticismo, del que fue genuino representante el citado poeta lakista. Como el autor de La realidad y el deseo, tradujo a poetas británicos, lo que hizo también otro de sus amigos, José María Valverde. No en vano los dos, Panero y Valverde, pertenecen a la denominada Generación del 36, algo a lo que Huerta, por cierto, presta la justa atención. Cada poética es personal o no es.
"Oscuridad, soledad y silencio" son tres palabras que definen muy bien esa poesía. Su "tema estrella", la muerte. Su tono -íntimo y confidencial-, triste. Angustiosa -acaso unamuniana- en lo religioso. "Arraigada", según Dámaso Alonso.
Se dijo (se dice) que fue el poeta oficial del franquismo. No lo sé. Es verdad que, después de apoyar a la II República y de coquetear durante su juventud con ideas izquierdistas, en la guerra (donde murió su hermano Juan en accidente de coche) y lo que siguió, fue un defensor a ultranza de Franco y las ideas falangistas y nacionalcatólicas, con ínfulas patrioteras, que dieron cobertura ideológica a su régimen; a diferencia de algunos de sus amigos que sí evolucionaron hacia posiciones democráticas, como Dionisio Ridruejo. "Resulta que ahora voy de fascista", escribió con ironía en "Por lo visto", tan del 50. Eso sí, poemas como "A mis hermanas", "La estancia vacía" ("la biografía de mi alma"), "Escrito a cada instante" (título, además, del único libro que publicó en vida), "Quizá mañana" o "El peso del mundo" justifican acaso que Huerta afirme al final de su extensa y documentada introducción que esta poesía es "una de las aventuras más hondas y sinceras de la poesía del siglo XX".
"Porque lo que vale es lo real / escrito con el vaho de lo real", dejó dicho. También que la poesía es "lo invisible". Algo que me sirve para elogiar la inclusión, a modo de apéndice, de su conferencia "Unas palabras sobre mi poesía", tan esclarecedora.
Más allá de mis debilidades "anglófilas", no puedo por menos que rendirme a una poesía humilde y austera llena de encinas y murallas. Una poesía con su ciudad provinciana al fondo. La poesía de alguien que admiró la pintura metafísica de Ortega Muñoz.
Leopoldo Panero "dejó sobre su escritorio la noche antes de morir, en agosto de 1962", el poema que cierra la antología, "Epitafio", que dice:

Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados los ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.