No pocos sabemos lo que supone ser amigo de Elías Moro. Una suerte, sin duda. Tal vez por eso no se le conocen enemigos (ni siquiera ese "algún" que él sospecha). Sus detalles son famosos. Por ejemplo, que después de hablar aquí de Hacia la tormenta, de Fernando Sanmartín (gracias a él), se tomara la molestia de buscar en su biblioteca (perfectamente ordenada, como todo lo suyo) uno de los dos ejemplares que tenía de Los ojos del domador y me lo enviase, a sabiendas de que iba a gustarme. Lo publicó Olifante en 1997 y reúne notas de un diario escrito entre los años 1993 y 1996. Dos detalles: forma parte de una colección de poesía y está dedicado a Mar, como Hacia la tormenta. En el prólogo dice: "Siempre he pensado que la literatura es una forma de mirar". Después recuerda unas palabras de Llop -otro de nuestros diaristas por excelencia- acerca de los cuadernos de notas que él compara con "el cuartel de invierno del escritor".
Las lecturas (Onetti, Caballero Bonald, Arroyo, Connolly, los Panero...), las mujeres ("Ella", esa sombra, ante todas), la vida secreta y provinciana (con su escasa grandeza y sus abundantes miserias: "Vivir en provincias es a veces como ser bibliotecario en un sótano oscuro"), los viajes (Escocia, Irlanda, Venecia, Nueva York, Lisboa -cada abril, en el extinto Expreso Lusitania-, El Cairo, etc.), la vida literaria y social...
Entonces leyó Días de 1989, de García Martín, o a olvidados de la literatura española como Ruano o Víctor Botas (del que La Isla de Siltolá va a publicar su poesía completa) y aprovecha para criticar las numerosas injusticias literarias que en el mundo han sido.
Por aquellos años se murieron el citado Onetti, Torga y Brodsky. Ya conocía y admiraba al pintor Ignacio Fortún. Volvió a ver -como yo hace una semana- Casablanca y reconoció en un autobús a Félix Romeo, que regresaba de su cárcel de insumiso, a quien dedica unos justos elogios que parecen de ayer mismo.
También hay sinceras alusiones a la poesía y los poemas, a los libros ("la barricada contra lo cotidiano", "balnearios que nos han traído desde las trincheras de la tristeza"), al solitario e inútil oficio de escribir, a la huida (o a su intento), a las dudas, la depresión (ese "anzuelo que nos arrastra hacia las orillas peligrosas") y el desánimo. Y momentos felices: cuando navega (en Hondarribia o Ibiza), o habla de sus amigos escritores (Ángel Guinda, Antón Castro) o se acerca a ver aviones. No deja de quejarse -quién no- de esos escritores que parecen "socorristas de la playa" y hay más de una X (abundan en todas partes los innombrables) por sus páginas. Sí, muchas cosas parecen repetirse; por ejemplo, los premios literarios o las prisas de algunos por conseguir la gloria a costa de lo que sea, que casi nunca es lo debido.
En este viaje hacia sí mismo -el más difícil, según Bárbara Jacobs- cita Sanmartín a Torga: "no hacer trampas en un diario es tan difícil como pasar delante de un espejo y no mirarse". Con todo, reconoce que el suyo se publica con pocos retoques, porque nada le viene peor a este género que el afeite, el maquillaje o el disfraz. Me da que no miente. Es la segunda vez que lo compruebo. Será que nuestra forma de mirar es parecida.
Las lecturas (Onetti, Caballero Bonald, Arroyo, Connolly, los Panero...), las mujeres ("Ella", esa sombra, ante todas), la vida secreta y provinciana (con su escasa grandeza y sus abundantes miserias: "Vivir en provincias es a veces como ser bibliotecario en un sótano oscuro"), los viajes (Escocia, Irlanda, Venecia, Nueva York, Lisboa -cada abril, en el extinto Expreso Lusitania-, El Cairo, etc.), la vida literaria y social...
Entonces leyó Días de 1989, de García Martín, o a olvidados de la literatura española como Ruano o Víctor Botas (del que La Isla de Siltolá va a publicar su poesía completa) y aprovecha para criticar las numerosas injusticias literarias que en el mundo han sido.
Por aquellos años se murieron el citado Onetti, Torga y Brodsky. Ya conocía y admiraba al pintor Ignacio Fortún. Volvió a ver -como yo hace una semana- Casablanca y reconoció en un autobús a Félix Romeo, que regresaba de su cárcel de insumiso, a quien dedica unos justos elogios que parecen de ayer mismo.
También hay sinceras alusiones a la poesía y los poemas, a los libros ("la barricada contra lo cotidiano", "balnearios que nos han traído desde las trincheras de la tristeza"), al solitario e inútil oficio de escribir, a la huida (o a su intento), a las dudas, la depresión (ese "anzuelo que nos arrastra hacia las orillas peligrosas") y el desánimo. Y momentos felices: cuando navega (en Hondarribia o Ibiza), o habla de sus amigos escritores (Ángel Guinda, Antón Castro) o se acerca a ver aviones. No deja de quejarse -quién no- de esos escritores que parecen "socorristas de la playa" y hay más de una X (abundan en todas partes los innombrables) por sus páginas. Sí, muchas cosas parecen repetirse; por ejemplo, los premios literarios o las prisas de algunos por conseguir la gloria a costa de lo que sea, que casi nunca es lo debido.
En este viaje hacia sí mismo -el más difícil, según Bárbara Jacobs- cita Sanmartín a Torga: "no hacer trampas en un diario es tan difícil como pasar delante de un espejo y no mirarse". Con todo, reconoce que el suyo se publica con pocos retoques, porque nada le viene peor a este género que el afeite, el maquillaje o el disfraz. Me da que no miente. Es la segunda vez que lo compruebo. Será que nuestra forma de mirar es parecida.