Ya conté aquí que una ocasión que conocimos a Orlando González Esteva (Oriente, Cuba, 1952) en Santa Cruz de Tenerife, a principio de los noventa, y que aquella conversación al atardecer en la terraza de una cafetería ha dado para mucho. No hay demasiada diferencia, o eso creo, entre el ameno y dicharachero cubano que lleva en Miami (léase Miami) toda una vida y el autor de libros tan sugerentes como Elogio del garabato o éste que acaba de publicar en España Pre-Textos, Los ojos de Adán. Hay mucho de adánico en este libro de artículos, mucho más que eso, que fueron apareciendo en El Nuevo Herald entre 2006 y 2008. Me refiero a la pureza que transmiten. Seres y cosas comunes y cotidianos aparecen descritos ante nosotros como si hubieran sido vistos por vez primera. Esa mirada atenta, perspicaz, de González Esteva pone de manifiesto su clara condición de poeta, faceta de sobra acreditada en otros libros y otras formas. Lo que para cualquiera podría pasar desapercibido, siquiera sea por la costumbre y el uso, se convierte para él en objeto de deseo, en excusa para el relato de lo que realmente cuenta: la vida. En cualquier variante. En su máxima extensión. Zapatos, gotas, escaleras, ciempiés, toallas, chicles, flores, mangos, calvas, papeles, hamacas, espejos, guitarras, hojas, uñas, almohadas, cucarachas, estrellas... Estos son algunos de los protagonistas de estas columnas, más por lo duradero que por lo periodístico. Por encima de todo, la capacidad imaginativa de GE, su afición por el juego verbal, por la ocurrencia, sí, pero también por el aforismo (que se cuela con naturalidad en esa selva de palabras) o la greguería. Su particular jugueteo siempre va acompañado de citas, cuando no de versos. Citas de escritores cubanos: José Martí, Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Nicolás Guillén, Cintio Vitier o Cabrera Infante, o no: JRJ, Rubén Darío, Alfonso Reyes, María Zambrano, Jorge Guillén, Lorca, Darwish, Manrique o Ponge. Versos, sobre todo, de poetas japoneses, pues no en vano GE es un gran conocedor, todo un especialista, en el haiku.
No falta la música (Touzet, Cachao), otra de las pasiones de este maestro cantor. Y todo en medio de una atmósfera de alegres trópicos, donde la exuberancia verbal tiene su correlato en los paisajes no menos opulentos de su Cuba natal (una herida abierta, aunque también el recuerdo de un paraíso) o de Miami y Florida. Árboles, plantas, frutas, flores, pájaros... Todo convoca a ese festín de los sentidos que tiene lugar en aquellas latitudes.
Especial interés para mí han tenido las piezas que dedica a Cuba, a las peripecias de los preliminares del exilio, y otros asuntos relacionados con ese espinoso asunto (más ahora, cuando su madre acaba de morir). Dicen que uno de los defectos de los cubanos es su ligereza. Esa gracia, esa levedad, es aquí todo lo contrario: razón de ser de esta escritura tan apegada a los seres y las fuerzas.
"No quise hacer periodismo; tampoco, literatura; menos, complacer a pocos o a muchos. Quise ser libre", dice en la nota final. Y en el último texto del libro, el poema "Discurso de Adán": "Me comería el mundo con los ojos", que es lo que ha acabado haciendo en Los ojos de Adán Orlando González Esteva.