19.11.12

Diario de un letraherido

A uno no le cae demasiado bien. El personaje, digo. A la persona no la conozco. A X., tampoco le gusta. Me lo dijo cuando me encontré con él en la librería, donde había ido a recoger el ejemplar que pedí. A ciegas, por cierto. X. sí lo había hojeado. No recordaba dónde, si aquí o por ahí fuera. El caso es que me fui con el libro bajo el brazo, deprisa como siempre, y cierta desazón. ¿Habría acertado? ¿Para esto se piensa uno tanto lo que compra? 
Hasta ahora, había leído poco, casi nada, de Valentí Puig (Palma de Mallorca, 1949), de quien hablábamos. El autor de Ratas en el jardín, estupendamente editado por Libros del Asteroide. Algunos poemas en antología (como la ochentera de Julia Barella), El hombre del abrigo (una interesante biografía de Pla) y su primer dietario, En el bosque (publicado por Trapiello en Trieste en 1986, por eso se considera a Puig un adelantado del género en España). De un año antes, el 85, es éste que ahora ve la luz, tantos años después.
Está traducido del catalán, por cierto, pues Puig es un mallorquín que escribe en esa lengua. En ésa y en castellano, la que utiliza en su labor de articulista, por la que es más conocido. De la que sobrevienen, me temo, simpatías y lo contrario, a pesar de que se declare moderantista (un asunto al que dedicó un libro de ensayo). No hay pocas referencias a sus ideas -las de entonces- en Ratas en el jardín. Chocantes acaso a mediados de los ochenta, pues el liberalismo no dejaba de ser -como siempre en este país- una especie exótica. Anticomunista confeso, no es Puig un hombre de derechas al uso. Bueno, al uso no lo es ni para esto ni para nada. Basta con acercarse a su bibliografía. En ella encontramos al poeta, al ensayista, al periodista, al novelista, al diarista...En una entrevista de televisión dijo que él era uno de esos escritores que "un día siembra flores y otro, nabos".
De la escritura, dicho pomposamente, se ocupa en no pocas ocasiones a lo largo de sus notas. De la importancia que por entonces, todavía joven, en sus comienzos como escritor, le daba al hecho de escribir, para él muy cercano a la vida ("La literatura siempre conecta con la vida"). Y de la lectura, una pasión que hereda de su padre y que está, según creo, por encima de cualquier otra cosa (en un momento dado confiesa que llora al leer Los conjurados, de Borges). El crítico que cualquier lector es se cuela en estas páginas para hablar de D. H. Lawrence o de Larkin, de Updike o de Joan Fuster, de Gore Vidal o de Claude Simon, de Graves y de Porcel.
Más allá, lo llena todo el personaje, el soltero y solitario bon vivant que frecuenta a las mujeres, putas -que aquí abundan- y no (D., M., etc.); que ama los bares, los restaurantes y las cafeterías, donde se encuentra con amigos y colegas para beber, comer y conversar; que adora la noche y el alcohol (con él, dice, "pensamos mejor, somos más libres, vivimos más") y que viaja esporádicamente, a Barcelona y Madrid. Ante todo, Puig es un palmesano, un mallorquín, uno de esos que pululan por sus páginas (como Joan Bonet, Piero o don Jaume) o en las de La ciudad sumergida, la obra de José Carlos Llop, que, en un juego de espejos, también aparece en el dietario de Puig, justo el día de su boda.
Entre aforismos ("Tenemos las malas compañías que merecemos", "Las cosas más dilectas de la vida llegan al final de una larga paciencia", "Morir joven no es una manera de vivir", "Escribir es una estrategia de resistencia", "Para ser fuerte, quizá no se deba querer ser nada", etc.), ocurrencias (sobre menús o correspondencias), relatos y alguna que otra maldad, aflora el pensamiento conservador (o reformista) de su autor, las referencias a su familia y a los beneficios de una vida burguesa que ya sólo es recuerdo (en el Sóller de hace un siglo, por ejemplo) y acaso la mala conciencia por llevar una existencia desordenada y de excesos que le impide centrarse del todo en su tarea literaria. 
Lo que más me ha gustado del libro son las páginas felices que dedica a su estancia veraniega en Alaró, en una casa con ratas que trajinan en el jardín y una minúscula piscina, donde Puig se refugia cuando, como ahora, el mundo estaba a punto de acabarse, la clase política estaba en franca decadencia y todo parecía, en el fondo, tan triste y caduco como hoy.
Eran los tiempos del primer burofax, de la entrada en el Mercado Común ("si Grecia no nos veta", precisa), la época dorada de El País (donde Puig colaboró)...
Con todo, no era eso lo que importaba, ni siquiera la vuelta, que él pronostica, de los "tecnócratas". En una de sus anotaciones, dice: "Katherine Mansfield, en su dietario, 30 de mayo de 1917: «Estar vivo y ser escritor, con eso basta»". Sí, esa es la clave. 
Ya se ve que no me ha decepcionado la lectura de Ratas en el jardín, por más que no comulgue con las mayor parte de las ideas de Puig (sobre educación, pongo por caso). En fin, liberal que es uno.