29.11.12

Manuel Neila lee "Un centro fugitivo"


ÁLVARO VALVERDE, UN POETA NECESARIO

Cumplido el necesario e imprevisible periodo de aprendizaje, Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) se inició como poeta con Territorio (1985), un libro primerizo de índole experimental, en la línea más acendrada de la poesía formalista, que daba señales de agotamiento durante aquellos años. Desde entonces hasta ahora, el autor de Una oculta razón ha devenido en un poeta esencial, necesario a fuerza de cauteloso, como queda de manifiesto en Un centro fugitivo. Antología poética (1985-2010), editada con esmero por el poeta Jordi Doce, compañero de generación, y publicada recientemente en la excelente colección “Arrecifes” de La Isla de Siltolá (1912).
La trayectoria poética de Álvaro Valverde, tan bien trazada en esta antología, muestra una unidad inequívoca de sentido, lo que no es óbice para que presente una evolución estética ascendente. La unidad de sentido viene dada por lo que podemos denominar la topofilia del poeta, es decir, por el valor humano que confiere a los espacios de posesión, a los espacios defendidos contra las fuerzas adversas, en fin, a los espacios amados. De modo que la intención del autor a lo largo de toda su obra consiste en hacer de los lugares donde transcurre su vida un espacio habitable. “Hagamos de este lugar un territorio”: concluye el poema que abre la antología.
Esta unidad de sentido no impide que podamos distinguir en la obra del poeta extremeño dos épocas claramente definidas. La época de juventud estaría formada, principalmente, por Las aguas detenidas (1988), Una oculta razón (1991) y A debida distancia (1993). Mediante una elocución básicamente discursiva, el poeta aborda las visiones del tiempo retenido, indaga en el sentido de la vida, buscando finalmente la distancia adecuada respecto a los seres que le rodean. Una oculta razón, el mejor libro de este periodo, mereció el elogio de Octavio Paz, que destacó en él “una gran madurez y una sabiduría psicológica poco común en autores de su edad”.  
La época de madurez vendría representada por Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002) y Desde fuera (2008). En esta segunda fase, el poeta alcanza su madurez en los dominios de la sustancia y la forma, del contenido y la expresión; o lo que es lo mismo, consigue su voz propia: “una voz que a penas ha cambiado con los años, aunque por el camino haya ido ganando en claridad y sencillez”, como acierta a señalar Jordi Doce en el prólogo que antecede a los poemas.
El poeta sigue ensayando círculos de pensamiento en las aguas detenidas de la contemplación, continúa buscando en la mecánica terrestre que nos rige una oculta razón que aclare su deriva, y observando desde fuera del flujo de la existencia, a debida distancia del mundo de la vida. Pero, a las veces, multiplica los “puntos de vista” mediante la alternancia de poemas descriptivos, narrativos y meditativos; recurre a las diferentes “personas del verbo”, presentando los poemas en primera, segunda y tercera persona, de modo que las composiciones de índole confesional se combinan con otras escritas en forma de apóstrofe lírico o de monólogo dramático.
El autor de Desde fuera es, ante todo, un excelente vedutista, un diestro “dibujante” de lugares emblemáticos, lugares que le producen una satisfacción sin límites, a la vez que una sensación de impotencia ante la precariedad de cuanto existe. Véanse, a modo de ejemplo, “Fuente de Yuste”, “Torre Tavira” o “Jardín de Morille”. Su atención se dirige, entonces, al horizonte más inmediato que cerca la existencia humana: el territorio de las realidades elementales que estuvieron en el principio de la vida (la tierra, el agua, el aire, el fuego) y de las idealidades elementales que le ligan al resto del mundo (la verdad, el bien, la belleza y la palabra).
Con frecuencia, esos lugares presentan un aspecto ruinoso, cuyos vestigios parecen devorados por una vegetación voraz e incontrolable. Repárese en “Noción de lugar”, “Estelas” o “Composición de lugar”, pertenecientes al libro Ensayando círculos. Este aspecto de su obra le vincula a la estética simbolista y, en particular, a la “estética de la ruina”, practicada con excelentes resultados por Aníbal Núñez y César Simón, poetas a los que el extremeño tiene en gran estima. Hay algo trágico en estas visiones de un mundo ruinoso. Se trata, en cualquier caso, de una tragedia serena, en la que el ser humano se ve reducido a su soledad y a su insignificancia.
Álvaro Valverde es ya un poeta necesario, con una voz propia. Tanto más necesario, cuanto más alejado de la estética dominante, débil de pensamiento, ignara de moral y carente de belleza. Su particular modo de decir, en el que resuenan los ecos de María Zambrano y José Ángel Valente, de Gabriel Ferrater y Joan Vinyoli, de Aníbal Núñez y César Simón, posee un tono, un timbre y un temple inconfundibles, que los lectores más acreditados se resistirán a olvidar fácilmente.
MANUEL NEILA

Publicado en el número 104 de la revista Turia