En
el verano de 2001 publiqué en El Periódico Extremadura, tal cual
aparece aquí debajo, un artículo con motivo de la muerte del juez
placentino Marino Barbero. Hoy, el Ayuntamiento de su ciudad natal
celebra un acto institucional para inaugurar una placa conmemorativa que se ha colocado en la casa donde nació. Con estas viejas y sentidas palabras me sumo a ese homenaje.
MARINO BARBERO
En el imaginario de mi infancia, esa
mezcla de recuerdos y olvidos que aproximadamente rememoran la vida del niño
que fui, aparecen veladas referencias a ciertos amigos de mi padre; gente como,
por ejemplo, Marino Barbero, recientemente fallecido en Madrid. En realidad mi
padre se refería a él con el cariñoso apelativo de Marinín y siempre salía a colación como dechado de virtudes y
modelo a seguir: un hombre capaz de superar las mayores adversidades y lograr,
gracias a la tenacidad y al esfuerzo, más allá de su previsible inteligencia
innata, el prestigio profesional y el éxito social. Supongo que para él y sus
amigos, Marinín simbolizaba esa vida
mejor y más alta que las circunstancias se habían empeñado en negarles a ellos.
Estamos hablando de la cruda postguerra y de la Plasencia de entonces. Puede
que a este propósito escuchara uno por primera vez la palabra “beca” y tal vez
el nombre de una hermosa ciudad italiana donde aquél estudió, me refiero a
Bolonia. Fue pasando el tiempo y las noticias sobre Barbero se fueron
distanciando, al menos hasta que apareció en el vocabulario familiar la palabra
“socialista”, ajena hasta entonces de la tradición casera. Regresaba con ella
la memoria alemana del amigo bolonio y su supuesta adhesión a esas ideas.
Ciertas o no tanto, cuando de verdad sonó, en mi casa y en todas, el nombre del
por aquel entonces juez Barbero, fue cuando se hizo cargo del famoso caso
Filesa, de tan triste memoria para muchos. Lejos de mi intención entrar ahora
en asunto tan vidrioso, aunque uno tenga su opinión sobre el tema y deteste,
más que nada, la hipocresía de quienes no fueron pillados en falta pero
hicieron aproximadamente lo mismo. Poco después de su abandono de la magistratura
vino a Plasencia para celebrar no sé qué aniversario de la finalización de sus
estudios de bachillerato y volvió a sonar su nombre en casa por aquello de que
mi padre, compañero suyo de curso, pertenecía a la comisión organizadora. Como
sonó cuando le eligieron académico de la Extremeña.
Su amor por Plasencia le llevó a lanzar,
años atrás, una invectiva contra el ayuntamiento a cuenta de la degradación
urbanística alcanzada por nuestra impar ciudad natal. Supongo que las críticas
a su razonado toque de atención (inasumibles por los políticos de turno, da
igual el partido) le disuadirían de volver a la carga, a pesar de que hayamos
ido a peor.
La última vez que hablé con él (no sé si
también la primera) fue desde el tanatorio donde se velaba a mi padre, su amigo
Ramón. Fue cariñoso y agradecí no poco el detalle de llamar a un sitio tan
siniestro. Con su delgado hilo de voz vinieron a mi memoria las palabras de
Ramón acerca de su verdadera envergadura, la moral quiero decir.
Acaso Marino Barbero será uno de los
pocos placentinos del siglo que merecerá del futuro un un poco de respeto. Por
encima de una causa concreta, por muy llamativa que ésta fuera, quedarán sus
libros de Derecho Penal, materia de la que fue un singular y consumado maestro,
y quedará su ejemplo, al menos hasta que mueran sus alumnos y discípulos; no
tanto las lecciones del brillante profesor que sin duda era, sino las otras,
las más importantes, las aprendidas de su impecable comportamiento ético, del
liberal que en rigor era, en tiempos aciagos, cuando no era tan fácil serlo
como ahora.