Mario Lourtau (Cáceres, 1976) acaba de publicar La mirada del cóndor, volumen H de la colección Luna de Poniente y cuarto de los suyos. Se trata, sí, de un bestiario. Por eso lo abrí prevenido. En principio, no siente uno especial predilección por ese tipo de libros de tradición tan larga, o casi, como la historia de la literatura, aunque su popularidad comenzara en la Edad Media. Los bestiarios que se pusieron de moda en el siglo XII en Inglaterra y Francia procedían, por lo demás, de mundos antiguos: el grecorromano, el bizantino, el persa. Se nos cuenta que mezclaban mitología, magia y fantasía y encerraban un fondo de fábula. Por lo demás, ya digo, los animales han estado siempre presentes en la poesía, la narrativa y el teatro de todos los tiempos, ya sea en forma o no de bestiario. El de Lourtau es un bestiario particular, poco o nada pendiente, según creo, de la fidelidad al género. Y una apuesta arriesgada en materia poética. De la que sale, lo diré pronto, con bien.
Para empezar, los animales que lo pueblan son reales, no imaginarios. Conocidos o muy conocidos la mayor parte. No se atisba exotismo en este libro, a pesar de que se viaje a la sabana o a la selva. Al revés. Se aprecia una deliberada naturalidad, una manera de proceder que evita en todo la estridencia. La elección de animales e insectos humildes -la mosca, la hormiga, el escarabajo- (la tercera parte del libro, "Entomología de los sueños", se dedica por entero a ellos) marcarían el tono del libro, toda una declaración de intenciones.
La residencia familiar en el pueblo de Torrejoncillo, en plena dehesa extremeña, acaso dé otra pista fiable sobre la debilidad de ML por los más genuinos pobladores de la naturaleza, tan omnipresente, por cierto, en este libro como ya lo era en el anterior, Quince días de fuego.
Los poemas que componen La mirada del cóndor son discursivos, extensos, muy rítmicos. Se demoran en la reflexión y en lo descriptivo cuando hace falta. Son, en suma, cualquier cosa menos minimalistas, más allá de la ineludible economía a que todo poema aspira, algo más que un mero problema de número y medida.
Lourtau afirmaba hace un año en una entrevista: "Considero fundamental el ritmo y la musicalidad de los versos, cómo suena el poema al ser leído, y la manera en que las palabras se ofrecen al lector. Hacer que la lectura fluya de forma natural es una de mis mayores preocupaciones, para eso utilizo un tono cercano a lo conversacional, valiéndome de un vocabulario sencillo pero evocador". Dicho y hecho.
Hay en el libro, además, imaginación, pero no de esa fantasiosa o de estirpe surrealista, tan del gusto de ciertos prestidigitadores líricos. Al leer, insisto, no se deja de tocar suelo, vida, y hasta lo más alejado vuelve hacia nosotros con la familiaridad de lo visto o de lo conocido.
Para empezar, los animales que lo pueblan son reales, no imaginarios. Conocidos o muy conocidos la mayor parte. No se atisba exotismo en este libro, a pesar de que se viaje a la sabana o a la selva. Al revés. Se aprecia una deliberada naturalidad, una manera de proceder que evita en todo la estridencia. La elección de animales e insectos humildes -la mosca, la hormiga, el escarabajo- (la tercera parte del libro, "Entomología de los sueños", se dedica por entero a ellos) marcarían el tono del libro, toda una declaración de intenciones.
La residencia familiar en el pueblo de Torrejoncillo, en plena dehesa extremeña, acaso dé otra pista fiable sobre la debilidad de ML por los más genuinos pobladores de la naturaleza, tan omnipresente, por cierto, en este libro como ya lo era en el anterior, Quince días de fuego.
Los poemas que componen La mirada del cóndor son discursivos, extensos, muy rítmicos. Se demoran en la reflexión y en lo descriptivo cuando hace falta. Son, en suma, cualquier cosa menos minimalistas, más allá de la ineludible economía a que todo poema aspira, algo más que un mero problema de número y medida.
Lourtau afirmaba hace un año en una entrevista: "Considero fundamental el ritmo y la musicalidad de los versos, cómo suena el poema al ser leído, y la manera en que las palabras se ofrecen al lector. Hacer que la lectura fluya de forma natural es una de mis mayores preocupaciones, para eso utilizo un tono cercano a lo conversacional, valiéndome de un vocabulario sencillo pero evocador". Dicho y hecho.
Hay en el libro, además, imaginación, pero no de esa fantasiosa o de estirpe surrealista, tan del gusto de ciertos prestidigitadores líricos. Al leer, insisto, no se deja de tocar suelo, vida, y hasta lo más alejado vuelve hacia nosotros con la familiaridad de lo visto o de lo conocido.
Ya se mencionó más arriba que la fábula suele ser inseparable de este tipo de obras, aunque uno ve más moral que moraleja detrás de cada una de estas pequeñas historias (donde lo narrativo no pierde nunca de vista lo poético, que es lo que prima). Es decir, al hablar de los animales, de sus usos y costumbres, de sus cualidades y sus afectos, de su aspecto o sus instintos, ML está hablando de nosotros, los seres humanos, animales también, racionales a veces.
Consciente del lugar desde el que escribe, no faltan referencias a la literatura ("Haced literatura de los seres / que pueblan los paisajes de la noche"): Rilke, Samaniego, Atxaga (y su famoso erizo), Kafka o Walser son algunos autores citados a los que habría que añadir aquellos de los que toma los epígrafes. El primero, Canetti, certero: "[Un poema] es un animal desconocido cuya forma completa no podemos
abarcar de una sola ojeada. La interpretación es una jaula, pero él no
está nunca en el interior."
Tampoco falta el humor, inevitable en un poeta del siglo XXI, ni la ironía, por lo mismo. Así en "Ñus" o "La piel del cocodrilo".
Entre los buenos poemas de este libro, destacaría el que le da título y lo abre, "Gato", "Lince ibérico" ("Entre las zarzas secas y los pinos / fluye un perfume a jara y a resinas, / a flores destiladas y a cantueso"), "Pez de soledad", "Murciélagos", "Simpatía de las hienas", "León" (dedicado a su padre), "Rinoceronte de Durero" (un poema histórico), "Grillo", "Ciempiés", "Hormiga", "Mantis religiosa", "Abeja reina" (donde lo amoroso y lo sensual predominan), etc.
El que lo cierra, "El último animal", me parece un perfecto colofón: "como si al cabo fueses, entre las sombras puras, / el último animal sobre la tierra".
El que lo cierra, "El último animal", me parece un perfecto colofón: "como si al cabo fueses, entre las sombras puras, / el último animal sobre la tierra".