12.1.13

Las identidades de FBR

De entre los tres o cuatro libros que le propuse a mi hijo como regalo de Reyes, a instancias suyas, él eligió Las identidades, de Felipe Benítez Reyes. Se fue al más caro. También al más bonito. Publicado en la colección Palabra de Honor de la editorial Visor, que dirige su amigo Luis García Montero, reúne poemas escritos entre 2006 y 2012, y obligará a Chus Visor, más pronto que tarde, a reeditar ampliado Libros de poemas, donde el poeta roteño incluyó una vez más todos los suyos hasta la llegada de éste. 
No hace falta que vuelva a declarar, disensiones juveniles aparte (qué lejos acaban quedando las escuelas, los grupos y las tendencias de cualquier poeta auténtico), mi interés por la poesía de FBR y, por eso, mi respeto por una de las obras poéticas más sobresalientes del panorama lírico español contemporáneo. Las identidades, que es uno de sus libros mayores, vuelve a demostrarlo y hay en él poemas sin duda consistentes, duraderos. Algo metafísico en la primera parte (con versos muy hondos), la que más me ha gustado en su conjunto es la segunda, aunque no me ha decepcionado la tercera, tal vez la más arriesgada. En general, en todas ella, ya digo, hay poemas excelentes. Uno se queda, por ejemplo, con el que abre el volumen, "Inacción de gracias", y con "Casa en el sueño", "Fuentes", "La lección inexplicable", "La divagación", "Cuento de Tokio", "Postal del Báltico" (un poema precioso que tanto me recuerda al joven Benítez Reyes), "Lectura de Lisboa" (que demuestra que se puede seguir escribiendo sobre esa ciudad escrita), "Infancia", "Conjetura del miedo", "Atlas Geográfico Universal, 1972", "Las identidades", "La conspiración" y "Paréntesis". Se ve que no son pocos. Y podrían ser más. Ninguno desmerece. Todos remiten a ese mundo propio que FBR ha ido levantando (también con sus novelas y cuentos), un universo de palabras en el que la magia, como símbolo, ha tenido y tiene tanto peso.
El citado LGM comentaba hace poco que a determinada edad el poeta debe tener cuidado con las repeticiones y que, por eso, iba a ralentizar su dedicación a la poesía; supongo que para cultivar, de paso, su nueva faceta de novelista. Sí, todo poeta a partir de los cincuenta (y siempre) debería empezar a preocuparse, entre otras muchas cosas, por no insistir en lo que ya ha dicho. Si el fruto de lo escrito es un libro como éste, bien merece la pena seguir en el empeño; más allá de la edad, del cansancio y de cualquier otra aciaga o feliz circunstancia.