14.5.13

Carta de Salamanca

Salamanca estaba radiante, aunque cuando llegamos, cerca del mediodía, la temperatura todavía era baja. El cielo, de un limpio azul intenso, permitía que la luz del sol dorara las fachadas de los edificios y la piedra franca de Villamayor luciera como nunca. Qué invento, comentaba, el de esa socorrida arenisca. 
Lo dije nada más empezar: para un placentino, Salamanca... Esa, ay, es un admiración de la que nunca voy a curarme. Ni quiero.
Estábamos allí para presentar, en la Feria del Libro, Plasencias. Un puñado de amigos (Isabel Sánchez: la instigadora, Charo Ruano, los Regalado, Fernando Rodríguez de la Flor y Azucena, Luis Arturo Guichard...) y algunos vecinos y paisanos (como Felipe Crespo) nos dimos cita en medio de una de las plazas más hermosas y transitadas del mundo para escuchar a Elías Moro (amistad a lo largo, sensatez en lo dicho) y a mí, que hablé y leí poco. No anda uno, la verdad, para efusiones líricas.
Solventado el gustoso trámite, firmados unos cuantos ejemplares de la obra, nos acercamos a tomar algo a una de las numerosas terrazas que pueblan las calles y las plazas salmantinas. El sol, tras un invierno lluvioso, y las múltiples graduaciones (era una alegría ver tanto estudiante en flor) habían echado a todo el mundo de sus casas. 

salamanca24horas













Por lugares que uno nunca había transitado, nos fuimos acercando después hasta el río. Una Salamanca diferente se cruzó en el camino. Y no porque uno fuera a una cosa distinta a la que habitualmente busca en ella. Era por eso: por las nuevas rutas trazadas que, como es lógico, te ofrecen la visión de una ciudad desconocida. Tras cruzar el puente romano, otro gesto inédito, nos plantamos (Yolanda, Isabel, Fernando, Luis Arturo, Elías y yo) en La Pachamama nombre poco castizo para un chiringuito castellano y fluvial. Nos llevó hasta allí el buen tiempo, sí, y el hambre, pero sobre todo la nostalgia de Fernando por el viejo Corral de La Pacheca, un tugurio, por todos los indicios, que ocupó el ameno paraje, la alameda, donde ahora se asienta este restaurante concurrido y de moda. Pizzas, tortilla de patatas, ensaladas... y un entrecot para el carnívoro y voraz Moro. Lo mejor: la conversación, la brisa fresca, la imagen fastuosa de la catedral (aunque, como precisara R. de la Flor, uno se sentara siempre de espalda a los monumentos), el Tormes de los poemas de Aníbal... El paseo de vuelta, por otro de los puentes, nos llevó hasta el coche por otra Salamanca, sólo en parte reconocible. Sí, el sábado cambiamos de ruta: la de las sabatinas cañas placentinas por las Salamancas de Salamanca. Un regalo que uno no puede dejar de agradecer a sus anfitriones salmantinos; ninguno, por cierto, natural de allí.

Fotografía de Isabel Sánchez