¿No es un buen título para el libro de memorias de un bibliófilo? A uno le parece excelente. Cualquier lector podría hacerlo suyo, pertenezca al bando de los que leen sin más, poco importa el soporte, o al más escogido de los que procuran leer primeras ediciones en papel de obras adquiridas (normalmente, en librerías de viejo) tras largas pesquisas y no siempre a un precio asequible. Soy del primer grupo y, sin embargo, me ha apasionado la lectura de estas páginas no menos conmovedoras que el "bibliófilo aragonés" José Luis Melero dio a la imprenta hace diez años en una colección denominada Biblioteca Aragonesa de Cultura sufragada por Ibercaja (entonces existían las Obra Sociales y Culturales de las entidades de ahorro) y algunas instituciones públicas. Un libro, por cierto, inencontrable salvo para los entendidos, muy codiciado, con bellas ilustraciones de distintas cubiertas y exlibris, regalo de uno de esos curiosos letraheridos a los que no sé cómo afectará esa inminente e inevitable revolución que traerá consigo el, para uno, enojoso libro electrónico.
Melero lo dice desde el principio alto y claro: "A mí lo que me gusta es leer", que es, precisamente, eso que no hace la mayor parte de los de su cofradía, meros coleccionistas. "Uno es sólo un lector", insiste. Pero el salto cualitativo aquí es otro: animado por sus amigos, Martínez de Pisón ante todo, el de convertirse, proceso natural, en "escritor". No es que no hubiera escrito y publicado antes, pero no tenía un libro propio en la calle.
Vitalista confeso (de los de vivir antes que escribir), Melero traza un gran imaginario donde lo aragonés es parte sustancial (repárese en el subtítulo).
Salvo el teatro (un arte, lo comprendo, que detesta), el resto de géneros está bien representado. Los autores y sus obras van de la mano de tal o cual circunstancia, de tal o cual anécdota (a cada cual más divertida: Retana, Villalón, Paso...), las que, fiado a su memoria, fija en el papel y donde da cuenta de la adquisición (dónde, cómo...) y posterior lectura de las mismas. De las más importantes a las menos.
Librerías y libreros (Inocencio Arias, Valdés, Primitivo Lahoz, etc.), colegas y amigos (Vicente Martínez Tejero y Ángel Artal, sobre todo), sufridas mujeres (ay, Yolanda, otra coincidencia), escritores, gitanos y "vendedores ocasionales", editores, artistas, rastros, etc. se suceden y dan forma a una suerte de retablo de las maravillas donde el tono, desenfadado y a ratos decididamente humorístico, lo es todo.
La erudición, que abruma, no impide nunca el disfrute y, aunque no siempre el libro o el personaje aludido nos resulte ni de lejos conocido, el relato, la literatura, lo bien contado, vence cualquier atisbo de pedantería.
Melero recorre las mejores librerías de viejo de España, nos cuenta la compra de algunas bibliotecas privadas, nos explica algunas claves para ser un buen bibliófilo (no hace falta, por ejemplo, ser un Bárcenas), la importancia de las dedicatorias (mi ejemplar tiene dos), nos habla de las viudas e hijos que despejan en cuanto pueden las estanterías (ya han coincidido los de la funeraria con los bibliopolas en casa: caja por caja) y nos confiesa, en fin, que a pesar de que la edad atempera los vicios, él sigue dispuesto a seguir en el empeño, porque, dice, "sigo siendo feliz refugiándome en los libros".
No me resisto a formular un deseo: que Melero aborde en un libro (da para eso) sus relaciones con la poesía, que aquí no falta, siquiera sea porque empezó como poeta en su querida Zaragoza natal, una ciudad libresca, como queda se sobras demostrado en esta obra.
Con Leer para contarlo llegó hasta Plasencia un intempestivo y benéfico cierzo que aplacó el sofocante calor de julio.
Va leyendo uno a Melero hacia atrás, con la certeza de que el refranero esta vez acierta: "Más vale tarde que nunca".
Va leyendo uno a Melero hacia atrás, con la certeza de que el refranero esta vez acierta: "Más vale tarde que nunca".