26.10.13

El caso Azúa

Autobiografía de papel se publica después de Autobiografía sin vida, dos libros complementarios donde Félix de Azúa demuestra que se puede escribir sobre la propia vida sin que ésta apenas intervenga, dando prioridad a las ideas. Allí el protagonismo fue para las artes; aquí, para las letras. 
Se aclara, además, que se trata de dar testimonio de una experiencia común a una generación. Estamos, en consecuencia, ante un “caso” (“mi caso”). “No es el discurso de un yo, sino el de un caso”. Con límite de fechas: entre 1960 y 1980.
Por medio, un cambio. El del concepto de cultura. Entre un “mundo literario tan desaparecido como la Atlántida”, que él conoció (tal los nacidos antes de los setenta) y la aparición de lo que denomina “democracia total”, el igualitario “todo vale” posmoderno. El fin del canon y la jerarquía que fijaban, por decantación, las élites y las oligarquías, en vigor durante siglos, a favor de que cualquiera es escritor o artista y cuanto haga, bueno. De ahí a lo mercantil, a la obra de arte considerada como producto de la industria cultural, hay un paso. O ni eso.
En orden de intervención, el libro aborda la poesía, la novela, el ensayo y el periodismo, los géneros que ha venido practicando Azúa, los mismos que ha ido, sucesivamente, abandonando. A cada uno le dedica dos capítulos (a la poesía, tres). En el primero reflexiona (ensaya) sobre lo general y en el segundo aterriza en lo particular.
A la poesía dedica páginas lúcidas y melancólicas. Tras reconocer su tradicional “estatuto superior”, su “origen sagrado”, la consideración romántica de “arte supremo”, explica el derrumbe de la “gran fortaleza de la literatura” apoyándose en la obra de un grupo de poetas y pensadores que le sirve para ejemplificar esa metamorfosis con trazas de caída.
En lo personal, cuenta cómo “un puñado de ilustrados en un país salvaje”, esto es, los Novísimos, efectuaron el cambio interior (habitado por el “cainismo”: o católico o judío) hacia un tipo de poesía no castiza, de “religión lingüística”, con “protagonismo del significante”, “lenguaje de lo incomunicable”, rupturista hasta cierto punto, pues él y sus amigos pertenecen a la última generación que tuvo maestros, “que enlazó respetuosamente con el pasado”. Los del “descubrimiento inconsciente de la posmodernidad” y la cultura de masas.
Cuando comprendió que sus poemas no estaban a la altura de la alta misión de la poesía, convertida en mercancía o letras de canciones, abandonó su práctica (“fracasé como poeta”) y se pasó a la novela.
Un novelista es “un poeta que quiere ser leído por las masas o por lo menos por un gran número de ciudadanos”. Cuestión de estadísticas. Quien publica novelas “acepta de buen grado la mercantilización”. Después de analizar la historia y situación de ésta en la época contemporánea, llega a conclusiones como que su triunfo es reciente y su valoración académica baja. Aterriza en el contexto español y vuelve sobre garbanceros (”línea castiza”) y cosmopolitas (él y los suyos: Marías, Vila-Matas, etc.), con parada y fonda en Benet (maestro indiscutible), Ferlosio y Mendoza, amén de constatar, entre otras cosas, que la “liberación del cainismo” fue posible gracias a los hispanoamericanos.
En ese camino de la “decepción”, el paso siguiente fue el del ensayo. “Muerta la religión, queda el ensayo”, escribe. “Somos los primitivos de nuestra era” y “aún estamos ensayando cómo se sobrevive en una sociedad sin dios y sin ayuda externa”. El arte –su historia, su crítica- ha sido en sus “tentativas” lo más relevante y sobre ello vuelve, más perspicaz que nunca, a fin de desenmascarar esa impostura.
Justifica Azúa su paso por el periodismo (el género que más ha ampliado su espacio fáctico) en función de su importancia para la divulgación de ideas y para hacer literatura. Más desde que llegó esta veloz revolución tecnológica globalizada en el que nos movemos, donde “todos somos periodistas”. La televisión, Internet, los blogs… Al fondo, la omnívora “democracia total”, ese monstruo que condiciona y dirige nuestras vidas y que en el futuro tal ver llegue a ser “un estado totalitario feliz”.
Cierra el volumen –“breve reportaje”, dice– un ameno capítulo sobre el fin de los sombreros, prendas que evitaban que se escapara “la vieja costumbre occidental de pensar, de perder la mirada por encima del gentío”. Y una promesa: “explicarme a mí mismo cuál fue mi principio. Mi Génesis”. Esperamos.

Nota: Esta reseña ha aprecido publicada en el número 359, octubre de 2013, de la revista Quimera