El viernes, según lo previsto, se celebró, como cada año, el homenaje en memoria del escritor y poeta Ángel Campos Pámpano, a punto de conmemorarse el quinto aniversario de su muerte. Fue en su pueblo, San Vicente de Alcántara, en la Ermita de Santa Ana, que se quedó pequeña.
De los anunciados, sólo faltaron dos amigos: Basilio Sánchez (Lama leyó un emocionante texto suyo) y el poeta aragonés Ángel Guinda. Otros muchos se sumaron desde la distancia: Carlos Medrano, Jordi Doce, Claudio Rodríguez Fer, José Antonio Zambrano, Manuel V. González Antonio y Luis Sáez...
De los anunciados, sólo faltaron dos amigos: Basilio Sánchez (Lama leyó un emocionante texto suyo) y el poeta aragonés Ángel Guinda. Otros muchos se sumaron desde la distancia: Carlos Medrano, Jordi Doce, Claudio Rodríguez Fer, José Antonio Zambrano, Manuel V. González Antonio y Luis Sáez...
En la mesa, durante la primera parte, el citado Miguel Ángel Lama, coordinador del acto, junto al pintor Javier Fernández Molina y Emilio Torné.
El primero explicó la génesis, algo rocambolesca (muy a lo Pámpano: tales para cuales), de El río Guadiana, obra gráfica de la Biblioteca Errante, con pinturas suyas y textos manuscritos de Ángel y Carlos Lencero. Un libro de artista que ha tardado veinte años en ver la luz.
A continuación, tomó la palabra Emilio Torné, editor de Calambur (donde apareció la poesía completa de Pámpano) y viejo amigo suyo (no en vano fue el encargado de diseñar los primeros números de la revista Espacio/Espaço escrito), para hablar de Blanco comienzo. La luz en «Sarteneja», una hermosísima plaquette (que a Angelito le hubiera encantado y que se regaló a todos los presentes) con unos poemas inéditos dedicados a su amigo Javier (que ilustra la cubierta: las palmeras de la finca familiar) con motivo de la muerte de su padre, en el mismo tono elegíaco de los que componen el, acaso, mejor libro de Campos: La semilla en la nieve.
Fue entonces, creo recordar, cuando cayó de la cúpula de la ermita un trozo de escayola que de milagro no nos amargó la velada. La presencia de Ángel, ay, se hizo notar.
Siguió, ya en la segunda parte, la presentación del número 7 de la revista de poesía El Alambique, dedicado, claro está, a él. Tomaron la palabra, su director, Agustín Porras, y uno de los miembros de su consejo de redacción, el poeta José Cereijo. Después fuimos leyendo algunos de los colaboradores del monográfico: Antonio Gómez, Elías Moro, Luis Arroyo (que leyó un poema de Medrano y una remota traducción pampiana de Ramos Rosas) y uno mismo. En lugar de leer el poema publicado en la revista -escrito desde la rabia, que en parte aprendí del rebelde de Ángel-, opté por "Viaje a Lisboa".
Porras, Cereijo y Torné leyeron poemas de La semilla en la nieve.
Porras, Cereijo y Torné leyeron poemas de La semilla en la nieve.
Destacaría uno la mano maestra que guió el acto: la de Eva María Romero Rivero, antigua alumna de Ángel, sanvicenteña también, y hoy profesora de instituto en Hoyos (no sin pasar por las clases del profesor Lama, que la calificó de "alumna ejemplar").
Y, cómo no, la parte musical, a cargo de David Álvarez (a la guitarra) y Álvaro Rodríguez, que cantó tres canciones que a uno le sonaron a gloria.
Impecable la organización, por cuenta de la Asociación Cultural "Vicente Rollano" y otro amigo del alma: José Juan Cuño, y significativa la colaboración de Izquierda Unida de San Vicente (cuya agrupación local impulsó Campos), como elocuente fue la presencia de Pedro Escobar, coordinador regional de esa formación política, compañero de Ángel en Lisboa, la única autoridad -una suerte- presente en la ermita (que se atrevió con un poema de La semilla en la nieve). El alcalde socialista no se dignó aparecer. Tampoco representante alguno de la Consejería de Educación y Cultura hizo acto de presencia. Mejor, ya digo. La cultura, ya saben, ese desperdicio.
En lo personal, emociones al margen (a la salida alguien evocó otro homenaje en San Vicente: el que hicimos al añorado Alfredo Gordillo), fue bonito reencontrarse con antiguos amigos: mi querido Luis Arroyo, hermano mayor de todos nosotros, a quien tanto quiso el autor de La ciudad blanca, Elías y Antonio, Emilio, Jacinto Haro... También Carmen y sus hijas, Ángela y Paula, tan altas y guapas como sus padres. Y un gusto conocer personalmente a otros: Agustín Porras y José Cereijo, por ejemplo.
El rápido viaje de ida y vuelta fue placentero. Cuántos recuerdos entre aquellas curvas perdidas, entre nieblas y veras, del Puerto de Elice. Y, en medio de todo, la presencia viva, sí, de nuestro inolvidable Angelito, que cada vez vive más entre nosotros.