21.2.14

El paraíso perdido de Raine

Adiós, prados felices. (Memorias 1973) es el primero de los tres volúmenes de memorias que Kathleeen Raine (Londres, 1908-2003) agrupó bajo el título Autobiographies.
Sus traductores (conviene destacar la brillante versión) han sido Natalia Carbajosa y Adolfo Gómez Tomé, responsable de la antología Poesía y Naturaleza, una de las escasas muestras de la obra de Raine en España.
El libro incluye un prólogo en clave personal de Benito Estrella que desvela no pocas de sus claves. En cuatro capítulos, que él denomina “el exilio, la naturaleza, la tradición y la visión poética”, Raine rememora, en un lenguaje decididamente poético, su infancia, “verdadera patria de origen”  y, más allá, la pérdida de ese Edén. “Pisa un terreno sagrado”, precisa Estrella, que también nos advierte de la “visión sagrada o divina de las cosas” que late en su poesía. La de alguien que es “plenamente consciente del fin de un mundo”. No duda en afirmar que estamos ante un valiente “testimonio de autenticidad, veracidad y rectitud” que, como también señala, costará ser leído “en moderno”.
De Milton procede el título y los versos que abren cada uno de los capítulos.
Aunque nacida en Ilford, un suburbio de Londres, sus primeros recuerdos pertenecen a Bavington, en Escocia, tierra natal de su familia materna. En su vida, y en su obra, todo va a ser una lucha entre Bavington e Ilford, donde se irán definitivamente a vivir, o lo que es lo mismo: entre su padre y su madre y sus distintas, contradictorias, visiones del mundo. Bavington es, claro, el paraíso perdido e Ilford el infierno por sufrir. Bavington es el lugar, con su identidad y su alma, su genius loci. “El lugar de nuestra felicidad”. Un lugar inviolado, dice ella, que se identifica con la Naturaleza. “Yo vivía en un mundo de flores”, escribe, entre “armonías en miniatura”. En los Cheviots, “las colinas salvajes”. “Al norte del muro de Adriano”, en “Scotia irredenta”. En medio de su gente (la de “mi madre”), sujeta a un tiempo legendario de clanes y baladas. “Fuera del tiempo o del cambio”, en “lugares perdurables y continuos”. En “el lugar de la poesía”, una tradición, que ella asocia a su madre, “a la que debo la felicidad de mi infancia”, que protegió “mi santuario de soledad en aquellos años de mi primera infancia”. “La poeta en mí es la hija de mi madre”, concluye. En Northumberland estaba “la poesía de la vida”: la tía Peggy, el invierno, los campos, la escuela, el pozo, la lengua familiar, el toro, las flores, los gatos, Sally Walton... Y la imaginación, los sueños y la fantasía. También “la austeridad  y la sencillez”, cuestión de estilo no de principios, “la tarea y el placer”. “La sutil belleza”. El arraigo, “la sensación de tener un lugar en la tierra al que verdaderamente perteneciera”. Todo era entonces “seguro y familiar”. Pero eso cambió para nunca volver. “Nuestra mayor aflicción es vivir exiliados del Edén”, dice Raine, y a ese exilio, ya permanente en su vida, encaminaron sus pasos.
Hija de padre metodista y madre calvinista, todo en su infancia giró en torno a la religión. El primero, frustrado campesino y maestro de escuela, devuelve a la familia a Ilford, en Essex, donde el desarrollismo, que ella asocia a destrucción, campa a sus anchas. Allí, “el ser mezquino, carente de sentido y vulgar, era el hombre”. Gente que no es “de verdad”, que llega sin pasado ni identidad. Reacciona contra lo que su padre, socialista utópico, defensor de la educación y del futuro, entiende por “progreso humano”. Contra lo igualitario. “Vi una desolación creada adrede”. La que viene de la mano del coche y la televisión.
La madre “se encerró en sus sueños y en sus flores”. Creía que estaba allí de paso. “Extranjera y huésped” en ese mundo. Ni ella ni su hija querían vivir en “la sociedad ideal de mi padre”. La lengua y la cultura eran su “barrera protectora”, lo que las “singularizaba”. A falta de naturaleza, Kathleen se dio a los “mundos diminutos” de la botánica.
Llegó después Roland Haye (más que amor, conversación, música y libros: “una epifanía”), Cornualles y Francia, y Le Pouldu y Bretaña y M. d’H., “mi primer maestro”, que deseó para ella “un destino alado”; como ella, un ser sufriente “consecuencia automática sobre quienes asumen, como propio, vivir  en plena consciencia las experiencias de la vida”.
Se queda el lector con ganas de más. Y no por falta de intensidad. Ojalá se publiquen las siguientes entregas de esta vida singular y bien escrita como pocas.
  
Nota: El libro ha sido publicado por Renacimiento. Esta reseña se publicó en el número 363 de la revista Quimera.