Este texto apareció en el número 759 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos en septiembre del pasado año 2013 y se publica ahora íntegro aquí, en cinco entregas que se corresponden con las partes que tiene.
Por Gonzalo Hidalgo Bayal
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Si en abril de 2012, a la espera de una suma
poética completa, apareció Un centro
fugitivo (La Isla de Siltolá), primera gran antología de la poesía escrita por
Álvaro Valverde entre 1985 y 2010, apenas unos meses después, en enero de 2013,
llegó a las librerías un nuevo último libro, Plasencias (De la luna libros), un recorrido sentimental por los
lugares del poeta, por los hitos de su territorio, un conjunto de poemas, según
confesión preliminar, «explícitamente autobiográficos», algo, por lo demás,
poco frecuente en la obra de Valverde, al menos en lo que se refiere a la (digamos)
«autobiografía con vida» (cosa distinta es la biografía interior o, si se
prefiere, la «autobiografía implícita», la que corresponde a la meditación y al
pensamiento a los que la propia vida aboca), no tanto en lo referido a la
circunstancia geográfica o territorial. Plasencia «ha sido el trasunto de no
pocos de mis poemas», se lee «In limine», breve razón previa del proceso y del
propósito, aunque enseguida añade: «sí, pero sin ser nombrada», y ciertamente
el territorio es hasta tal punto reconocible y abundante en su poesía y en sus
novelas que, cuando al fin se ha decidido a nombrarla, Plasencia se le ha
vuelto necesariamente plural: Plasencias. Busca, es cierto, un precedente de
autoridad externa, Venecias («Plasencias, como Venecias», dice, el libro de Paul Morand), que, sin embargo, según
creo, más que una afirmación o el reconocimiento de una deuda retórica es una
clara negación, el propósito de quien, habiéndose formado literariamente en
pleno esplendor del culturalismo novísimo, donde lo
veneciano tuvo una presencia generacional determinante, frente a una poética de
góndolas y canales, frente al esteticismo
decadente y enfermizo de una ciudad que se hunde, prefiere la poética menor de
su ciudad de origen y destino, de elección y permanencia, una ciudad ambigua
que genera por tanto un sentimiento ambiguo, un «odi et amo» que sólo en un
cincuenta por ciento es compatible con el lema «ut placeat deo et hominibus»
bajo el que se fundó, una ciudad también a su manera hundida (y no sólo en el
tiempo, y no sólo en las galerías de la memoria). En mi competencia de lector
testimonial el título Plasencias evoca
a su vez de manera inmediata el título de un libro primerizo y anunciado y
finalmente frustrado, no sé si inconcluso o solamente inédito, Poema de Ansano (hay en Plasencia una
plaza de Ansano), un libro del que Álvaro Valverde sólo ha salvado con el
tiempo un poema sin título, uno de cuyos versos figura como cita inicial de Territorio (libro por otra parte que le
merece hoy al poeta una valoración contradictoria) y que, sin embargo, crea una
suerte de círculo en torno a lo que ha venido luego siendo en esencia su poesía,
hasta el punto de que en Un centro
fugitivo figura como cita inaugural el poema entero, en cursiva y ahora bautizado,
esto es, con título: «Hojas de acanto y rosas», cuyo epifonema tal vez sea el
verso más citado de Valverde como enunciado y síntesis de su poética: «Hagamos
de este lugar un territorio». Ese territorio no sólo es Plasencia,
naturalmente, porque tiene además una clara dimensión simbólica, pero hay mucho
territorio en Plasencias y es, en
efecto, territorio autobiográfico, desde las casas en que el poeta ha vivido (también
los habitantes de esas casas) hasta los lugares que todos conocemos, la
evocación de lo que hubo y ha desaparecido, la geografía estándar de los
visitantes, la isla, el río, la plaza mayor, las catedrales, los conventos, la
muralla, las puertas, todo el laberinto interior en su conjunto (la expresión
«cartografía poética» se impone como necesidad y como tópico), pero también los
pasos del sujeto que habita ese territorio, y los pasos de otros habitantes
especulares, y la conciencia de ese sujeto, que es, en suma, quien pasea, quien
piensa y quien escribe. No cabe concluir en cualquier caso que Plasencias sea mejor ni peor libro que
otros anteriores (cuando «los poemas que [un poeta] escribe empiezan a ajustarse a un preciso
modo de decir que solemos designar como voz», una vez «asentada,
digámoslo así, su poética», por decirlo con palabras de Valverde, sólo caben
progresiones o mejorías circulares, frutos maduros equidistantes del centro),
pero sí que en cierto modo era éste un libro al que todos los anteriores
conducían, en el que se elevan hasta su nombre los lugares de siempre, en que
lo particular y lo universal al fin se funden.
2, 3, 4 y 5.
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