30.10.14

La poesía de Vrachnos

Me ha sorprendido muy gratamente el libro Encima del subsuelo, segundo que publica el griego Kostas Vrachnos, nacido en Kalamata en 1975, y tercer número de la colección Romiosyne, la única bilingüe dedicada en España a la literatura griega contemporánea. 
Llegó en un sobre enviado desde Atenas (con un precioso sello donde se ve una ermita blanca al borde de un acantilado) y su aspecto exterior me indicó, nada más verlo, que la edición es primorosa.
Traducido por el propio poeta y por Juan Vicente Piqueras, lleva un prólogo de Alberto Santamaría.
(Ya que lo menciono, acaba uno de publicar en la revista griega Frear un breve artículo sobre esta moda, la de los prólogos.)
"La poesía es una cuestión de superficies", empieza diciendo en su ensayo el profesor de la Universidad de Salamanca, ciudad en la que se doctoró Vrachnos en filosofía con una tesis sobre la meditatio mortis en Unamuno. La muerte, precisamente, es, según Santamaría, un tema central de la obra: "nada acontece en la superficie con mayor sentido que la muerte". Añade que uno de los "ejercicios que de modo fascinante maneja Vrachnos" es la imposibilidad de precisar quién y desde dónde nos habla en los poemas. Recurre a Schlegel para recordarnos que "la ironía es la forma de lo paradójico" y da la vuelta a Wittgenstein, a instancias del poeta, para reconocer que "lo místico existe, se oculta, es lo expresable". Termina con dos apreciaciones que comparto: "leer la poesía de Kostas Vrachnos es aventurarse en un territorio incierto y por ello asombroso" y "la poesía de Vrachnos es hipnótica". 
Ya metidos en harina poética, que es lo que más importa, apenas avanzas en la lectura te das cuenta de la similitud, distancias mediante (cada cual en su mundo), entre la poesía del autor y la de su traductor, al que se refiere en una entrevista como "mi hermano". Aludo a la aparente espontaneidad y frescura con la que está escrita, a la engañosa facilidad con la que se lee, a la capacidad del poeta para convencernos de que sus versos son habitables e, incluso, facilitar al lector la habitabilidad de su propia existencia: "Bienvenido a la vida donde uno fallece". 
Hay poemas espléndidos (todos llevan un número delante del título, hasta 44) y versos aún más asombrosos. Todo en medio, ya se dijo, de ironías y paradojas, con un ligero toque entre imaginativo y surrealista, de una sugerente fragmentación de voces, pues no de otro modo se puede sortear este viaje que nos lleva, en un santiamén, de la cuna a la tumba. "Quiero que me llaméis limón podrido", reza el primer verso del libro.
Cómo leer impasibles "¿Ser lacónico?", "La casa de mis padres" (dedicado a Piqueras), "Oda a la elegía", "Himno a la creación" ("He aquí las mujeres para el consuelo y después el horror"), "Por qué generalizo", "Nenúfar de la vaguedad", "Ontología de la sangre" ("Se soporta perfectamente lo insoportable", "Testamento" (uno de los mejores), "Nunca mariposas", "Seguro que habrá ocurrido" (uno de los más ocurrentes), "Preferencias", "Alguien", "Nuestros mejores años" ("Qué lástima, qué derroche / haber venido y vivido / en esta mismísima tierra / nuestros años más dulces"), "Invitación erótica", "El reloj de Treblinka", "Análisis de lágrimas" (paradigmático)... Vamos, podría haber citado todos. 
Lo dije al principio: toda una sorpresa. Una bocanada de aire marino, una llamarada de luz, un vaso de agua fresca. Todo made in Grecia, país de la poesía. 

Para muestra...

4. LA CASA DE MIS PADRES

                                               A Juan Vicente Piqueras

¡Cómo olvidar la casa de mis padres!
El naranjo -¿o era un limonero?- en la entrada,
la gran puerta de hierro -¿o era de madera?-,
el timbre anónimo que jamás funcionó,
las ventanas blancas -¿o eran tirando a gris?-,
las paredes, el techo, el suelo, ay, el suelo, el balcón,
los arañazos de las palomas en las verjas.
Cómo olvidar las distancias entre las muebles
y los ruidos escondidos,
el altillo -¿teníamos altillo?- con los adornos navideños,
la bodega -pero, ¿teníamos bodega?- con los vinos
que no bebimos y se pusieron amargos,
el jardín -pero, ¿teníamos jardín?- con el papagayo
que enterramos un mediodía.
Cómo, entonces, olvidar el olor a mi madre -¿o a quemado?-
en la cocina, con la nevera que asustaba a la gata negra,
la nevera que como todas las neveras
estaba caliente por detrás.
Y, al fin, cómo olvidar el parvulario de enfrente,
¿o era un cementerio?