3.2.15

Una conversación

Fernando Aramburu publica en su editorial de siempre, Tusquets Editores, y tras el paréntesis de su anterior novela, Ávidas pretensiones, que apareció en Seix Barral gracias al Premio Biblioteca Breve, un libro singular: Las letras entornadas. Dividido en 32 capítulos, el autor ha ideado una particular estrategia narrativa consistente en presentar cada uno de ellos precedido por un diálogo con el Viejo, un personaje, al que se califica de "disfrutador" ("Mi oficio, disfrutar serenamente"), con el que se reúne cada jueves, a lo largo de once meses, para departir en la biblioteca de su ático sobre literatura y, de paso, dar buena cuenta de la bodega del anfitrión ("ciento cincuenta botellas de vinos selectos"), lo que aporta a la novela, por cierto, un curioso añadido báquico que será apreciado por los aficionados a degustar esa noble bebida.
Esas conversaciones, contadas con una naturalidad destacable (uno de los aciertos, a mi modo de ver, de la obra) y que le sirven también a Aramburu para narrar y recordar aspectos, peripecias y avatares de su propia vida (sobre todo de su infancia, adolescencia y juventud), introducen una serie de textos (ensayos, artículos) donde reflexiona sobre distintos aspectos literarios, ya se dijo. No sólo relativos a las obras de otros, sino a la escrita por él, lo que conduce necesariamente a mostrar una suerte de poética que sus lectores y estudiosos han de agradecer por su claridad y lucidez ("El autor cocina, el lector degusta"). Así, sabemos que debe su devoción por la lectura al sacerdote Pedro María Manchola y que de él aprendió que al "gusanillo de leer" le favorece la convivencia con otros niños lectores. Y la de lector, bien se sabe, es una condición que determina la vida de cualquiera, como este libro viene a probar. De ahí, pongo por caso, su vinculación con la librería donostiarra Lagun, donde adquirió su primer libro y en la que no ha dejado de entrar. Por eso señala que sus orígenes lectores están, entre otros, en el Quijote y el Lazarillo (pícaro ha sido siempre Aramburu), si bien antes llegaron los tebeos.
Hijo de un obrero fabril (empleado de Artes Gráficas Valverde) y de un ama de casa, tuvo claro desde muy pronto su vocación por la escritura. A la vuelta de los años, se enorgullece de haber podido dedicarse a ese trabajo gustoso y, en los últimos años, después de cumplir los cincuenta y con veintitantos a las espaldas en la docencia, a tiempo completo. "Yo no concibo mayor fortuna que la derivada del ejercicio profesional de una vocación", indica.
Nos cuenta, además, que desde muy pronto tuvo claro que quería marcharse de su tierra natal, lo que no significaba, aclara, "renunciar a mis orígenes", y que, tras un fortuito encuentro estudiantil en Zaragoza, "la Guapa, Alemania y él" llevan ya treinta años juntos.
A CLOC, Grupo de Arte y Desarte, donde fue joven y surrealista, le dedica también algunos párrafos. Y al terrorismo, un problema que conoce bien (uno de los capítulos reproduce el discurso de aceptación del Premio Fastenrath de la Real Academia por su libro Los peces de la amargura, donde leemos: "la gramática civiliza").
Por sus páginas pasan muertos prematuros como el canario Félix Francisco Casanova y el alemán Borchert; enfermos como Gracia Armendáriz e hijos como Giralt Torrent. Y Mann, Aleixandre, Pedro Páramo (uno de los textos más interesantes y poéticos del conjunto), Celaya (narra un encuentro que me recuerda mucho al que tuvo uno hace décadas con el poeta vasco en una desaparecida librería de Cáceres), su paisano Ramiro Pinilla, el crítico Reich-Ranicki ("Sin amor a la literatura no hay crítica", "Su ideal de estilo (..) es la claridad"), Victor Klemperer (víctima del nazismo), Emma Bovary (en su fiacre) y Raskólnikov, Blas de Otero (que le sirve para cavilar sobre la religión), los cuentistas Aldecoa y Cortázar (y su "Casa tomada")... Ah, y un par de amigos, que dan el plácet a todo cuanto escribe: Díaz de Guereñu e Irazoki.
Hay reflexiones sobre la relectura ("los libros nos leen mientras nosotros los leemos"), la poesía ("El poeta expresa la intimidad de la especie"), la relación entre historia y novela, el cuento, la realidad (a partir de su invento: el chestoberol), la presunta muerte de la novela (ese chiste recurrente), la naturalidad (y La Plaza del Diamante, de Rodoreda), etc.
A la constancia, a la terquedad incluso, ha de atribuirse que Aramburu haya llegado donde está. Su nombre es uno de los imprescindibles de la literatura en español del siglo XXI. Su "lección de perseverancia" (como la que le llevó a iniciar un diccionario de gentilicios en la adolescencia) es un ejemplo, en especial para los jóvenes, a los que tanto tiene en cuenta (tal Pilar Adón, protagonista de otro capítulo). En un momento dado, en el que le dedica, cita una frase del mencionado Klemperer: "La sensación de tener que escribir es mi tarea vital, mi profesión", palabras que podría hacer suyas.
Porque "el hombre no sabe ser sin lenguaje", conviene destacar la importancia del mismo en Las letras entornadas. Sí, Aramburu es un escritor meticuloso que no le teme al "estilo alto" (que aquí atribuye, pongo por caso, al olvidado Aleixandre). De ahí que más allá de lo que cuenta, que no es poco, el lector disfrute, con la naturalidad y el encanto debidos, de giros, expresiones, palabras, construcciones y muchos recursos literarios más que vienen a demostrar que su defensa de eso, del desprestigiado estilo, no es una mera pose. Postureo, como se dice ahora. El epígrafe de Cioran que inaugura el volumen no es, en este sentido, gratuito. Aquí nada lo es.
"La literatura -afirma- es definitivamente una soledad acompañada". De ello da buena cuenta este delicioso libro lleno de un romántico entusiasmo de la mejor estirpe que al cabo podemos calificar, sí, de novela. Basta llegar al final para comprobarlo. No contempla uno un cierre más perfecto.
Antes, en la página 220, leemos: "prefiero dejar las letras entornadas, de forma que quienes, por circunstancias de la edad, vengan más tarde (si es que alguno viene) no se encuentre con la puerta cerrada". Pasen, pues, y lean.