Con los pies en el aire se titula este pequeño libro que publica Editorial Confluencias en traducción de José Jesús Fornieles Alférez.
Uno recuerda bien la lectura de Cien poemas de Robert Graves (Londres, 1895-Deià 1985) en la edición de Lumen (1981), traducidos por Claribel Alegría y su marido, Darwin J. Flakoll, vecinos suyos en Deiá, y el impacto que me causó Adiós a todo eso (Edhasa, 1985), su temprana autobiografía donde daba cuenta del trauma producido por su participación como soldado en la Primera Guerra Mundial. En una entrada de julio de 2005 aludo a la antología de sus versos que publicó por entonces Pre-Textos en versión de Antonio Rivero Taravillo que, por cierto, ignoro el porqué, no llegué a comentar aquí. No he leído sus novelas (vi la serie Yo, Claudio en televisión, como casi todos los españoles), pero sí algunos de sus libros mitológicos (uno de ellos, por cierto, un antiguo verano junto a una garganta de Gredos donde Y. y yo estuvimos acampados). El otro día tuve en mis manos la última, imponente edición de La Diosa Blanca, en Alianza, tan distinta de la de ese mismo sello (en dos volúmenes) que uno manejó en tiempos. Al final no cargué con ella.
En este libro, vuelvo al principio, se reúnen distintas conversaciones del poeta de la Musa con distintas personas, así como un diálogo con la actriz italiana Gina Lollobrigida y cuatro breves textos: de Peter Quennell, Virginia Woolf (correspondiente a sus diarios), James Reeves y Jorge Luis Borges, que visitó (junto a María Kodama) en 1981 y 1982 su casa mallorquina, la misma que Robert von Ranke Graves y su entonces compañera Laura Riding construyeron en 1932 y a la que llamaron Ca N’Alluny, es decir, “la casa lejana”.
La edición (que incluye un puñado de bonitas fotografías) y el prólogo son de Frank L. Kersnowski, autor, suponemos, de la cronología que aparece al final del volumen. Éste dice que Graves "fue siempre un feliz pueblerino, que "revisaba su poesía constantemente" y que su vida, "compleja y plena", fue la de "un hombre sencillo, que vivió en una isla remota y que escribió libros que provocaron que mucha gente sintiera la necesidad de conocerlo".
Quennell lo califica de "quijotesco señor". La Woolf, tras tratarlo un poco, escribió con displicencia que "Los sensibles también son necesarios, los medio hechos, los balbuceantes". A La Lollo le confesó que vivía "fuera de la realidad" y en España, "donde la gente no lee nada". "Soy un excéntrico, en cierta manera", añadió, y que escribía "libros en prosa para poder escribir libros de poemas". Siguiendo a la Diosa Blanca, le contó que "La sabiduría viene de la mujer, se refleja en el hombre y él la incorpora a su poesía. Los poetas son hombres dignos de sus musas."
A Juan Bonet le relató una anécdota muy divertida (que haría las delicias de Miguel Bosé): Eliot, de joven, "se sombreaba los ojos de un color verde...". Eso y que "yo soy poeta y le concedo escasa importancia a mi obra en prosa". También algo fundamental: "Lo que me sobra es la retórica, el adorno".
"El arte de la poesía" se titula la parte capital del librito. Una conversación con Peter Buckman y William Fifield (publicada en The Paris Review en el 69). Entre otras perlas, Graves dice que "La tranquilidad no es de uso poético"; que "los poetas no tienen 'público'. Ellos hablan a una sola persona todo el tiempo"; que "los verdaderos poemas siempre están viajando"; que "yo tengo el don de situarme en el pasado y ver lo que está ocurriendo"; que "nunca he trabajado en una biblioteca"; que "no leo por placer"; y, en fin, que "he viajado siempre. Es necesario moverse, porque no se puede estar mucho tiempo en un sitio, ni en el pasado".
Reeves expresa algo que a uno le gustaría suscribir: "Como crítico siempre había sido honrado, bienhumorado, entretenido y convincente". "Poeta y hombre -precisó el autor de Los mitos griegos-: en esencia no hay, no puede haber distinción".
Borges, para terminar, cuenta con absoluta maestría "el argumento de uno de sus poemas". Sólo por eso, me atrevo a decir, merece la pena leer estas amenas conversaciones.
Uno recuerda bien la lectura de Cien poemas de Robert Graves (Londres, 1895-Deià 1985) en la edición de Lumen (1981), traducidos por Claribel Alegría y su marido, Darwin J. Flakoll, vecinos suyos en Deiá, y el impacto que me causó Adiós a todo eso (Edhasa, 1985), su temprana autobiografía donde daba cuenta del trauma producido por su participación como soldado en la Primera Guerra Mundial. En una entrada de julio de 2005 aludo a la antología de sus versos que publicó por entonces Pre-Textos en versión de Antonio Rivero Taravillo que, por cierto, ignoro el porqué, no llegué a comentar aquí. No he leído sus novelas (vi la serie Yo, Claudio en televisión, como casi todos los españoles), pero sí algunos de sus libros mitológicos (uno de ellos, por cierto, un antiguo verano junto a una garganta de Gredos donde Y. y yo estuvimos acampados). El otro día tuve en mis manos la última, imponente edición de La Diosa Blanca, en Alianza, tan distinta de la de ese mismo sello (en dos volúmenes) que uno manejó en tiempos. Al final no cargué con ella.
En este libro, vuelvo al principio, se reúnen distintas conversaciones del poeta de la Musa con distintas personas, así como un diálogo con la actriz italiana Gina Lollobrigida y cuatro breves textos: de Peter Quennell, Virginia Woolf (correspondiente a sus diarios), James Reeves y Jorge Luis Borges, que visitó (junto a María Kodama) en 1981 y 1982 su casa mallorquina, la misma que Robert von Ranke Graves y su entonces compañera Laura Riding construyeron en 1932 y a la que llamaron Ca N’Alluny, es decir, “la casa lejana”.
La edición (que incluye un puñado de bonitas fotografías) y el prólogo son de Frank L. Kersnowski, autor, suponemos, de la cronología que aparece al final del volumen. Éste dice que Graves "fue siempre un feliz pueblerino, que "revisaba su poesía constantemente" y que su vida, "compleja y plena", fue la de "un hombre sencillo, que vivió en una isla remota y que escribió libros que provocaron que mucha gente sintiera la necesidad de conocerlo".
Quennell lo califica de "quijotesco señor". La Woolf, tras tratarlo un poco, escribió con displicencia que "Los sensibles también son necesarios, los medio hechos, los balbuceantes". A La Lollo le confesó que vivía "fuera de la realidad" y en España, "donde la gente no lee nada". "Soy un excéntrico, en cierta manera", añadió, y que escribía "libros en prosa para poder escribir libros de poemas". Siguiendo a la Diosa Blanca, le contó que "La sabiduría viene de la mujer, se refleja en el hombre y él la incorpora a su poesía. Los poetas son hombres dignos de sus musas."
A Juan Bonet le relató una anécdota muy divertida (que haría las delicias de Miguel Bosé): Eliot, de joven, "se sombreaba los ojos de un color verde...". Eso y que "yo soy poeta y le concedo escasa importancia a mi obra en prosa". También algo fundamental: "Lo que me sobra es la retórica, el adorno".
"El arte de la poesía" se titula la parte capital del librito. Una conversación con Peter Buckman y William Fifield (publicada en The Paris Review en el 69). Entre otras perlas, Graves dice que "La tranquilidad no es de uso poético"; que "los poetas no tienen 'público'. Ellos hablan a una sola persona todo el tiempo"; que "los verdaderos poemas siempre están viajando"; que "yo tengo el don de situarme en el pasado y ver lo que está ocurriendo"; que "nunca he trabajado en una biblioteca"; que "no leo por placer"; y, en fin, que "he viajado siempre. Es necesario moverse, porque no se puede estar mucho tiempo en un sitio, ni en el pasado".
Reeves expresa algo que a uno le gustaría suscribir: "Como crítico siempre había sido honrado, bienhumorado, entretenido y convincente". "Poeta y hombre -precisó el autor de Los mitos griegos-: en esencia no hay, no puede haber distinción".
Borges, para terminar, cuenta con absoluta maestría "el argumento de uno de sus poemas". Sólo por eso, me atrevo a decir, merece la pena leer estas amenas conversaciones.