11.9.15

Los diarios mexicanos de Marina

Vuelve a este rincón Luis María Marina, a propósito de un libro que, siquiera de paso, ya hemos mencionado: El cuento de los días (Diarios mexicanos, 2008-2010), relato de su estancia como diplomático en el país americano. Cita en un momento dado al escritor Adolfo Castañón, que hablaba de "tener por legítima esposa una profesión respetable y por concubinas a la poesía y a las bellas artes", y lo hace para reparar en su doble condición de poeta y funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. De ahí, tal vez, el tono del conjunto, más discreto que espontáneo (por eso de la contención diplomática), aunque pronto, en las primeras anotaciones, con ironía, Marina se refiera a Julián Rodríguez como "paisano y editor de la «trendy» Periférica (cuyo «trendismo», como casi todos en mi país, es jugosamente enjuagado con dineros públicos)", lo que no deja de ser una maldad digna, sí, de este tipo de libros ("Ninguna costumbre más peligrosa que esta de escribir diarios"), pero, no obstante, y más allá de su veracidad, un comentario llamativo en alguien que, amén de experto en el arte de la diplomacia, ha publicado casi todos sus libros con ayudas institucionales. Como éste, sin ir más lejos, que aparece con el sello del Cexeci, un organismo que uno ya creía extinto. 
Yendo a lo que importa, no es la primera vez que Marina dedica un libro a México. A Ciudad de México, para ser exactos. Limo y luz se titulaba. En éste es menos lírico, ensayístico e intelectual y más directo, sincero y sensible. No deja de ser un diario personal, como ya hemos visto. Aunque en contadas ocasiones, aparece de hecho una segunda protagonista, Piedad, mujer del autor y actriz. Y poetas, artistas y literatos mexicanos que fue conociendo o tratando durante su estancia mexicana. Nombres señeros, por lo demás, entre los que cabe mencionar a José Emilio Pacheco (en esos años recibe los premios Reina Sofía y Cervantes), Gelman, Marco Antonio Campos, Vicente Rojo, Arturo Ripstein, Antonio Cisneros (del que echó pestes delante de uno Octavio Paz hace mil años), Jorge Lebedev, Yuri Herrera, etc. Y con gente menos conocida (no aquí), como Alfredo Félix-Díaz o Karla Olvera. 
Además de comidas en casa y recepciones varias, sorprenden las líneas que dedica a dos presentaciones de compromiso que parece obligado a realizar: de los poetas, en las antípodas, García Montero y Gamoneda, donde demuestra, ahora sí, sus dotes, digamos, consulares.
Especial importancia tienen sus numerosos viajes a lo largo y ancho de aquel inmenso país ("Vivir en hoteles es lo más cercano a desvanecerse, a volverse humo"), muchas veces relacionados con la patria natal de algunos escritores y artistas de su predilección (Rulfo, Arreola, el arquitecto Luis Barragán etc.) o con actos y encuentros a los que es invitado, ya sea por razones literarias (congresos, lecturas) o profesionales (como evacuaciones por ciclones en Acapulco). También recoge un minidiario de una estancia en Nueva York y, claro está, de sus escasas estadías en España, sobre todo en Madrid (donde ahora vuelve destinado, "símbolo de todas mis aspiraciones de juventud") y en su Extremadura natal: Eljas, Torrejoncillo, Cáceres...
Hermosa es su disquisición sobre la provincia, un concepto tan mexicano (evoquemos a Ramón López Velarde) como español. "La provincia es diurna; la ciudad, noctámbula".
Alude, cómo no, a sus numerosas lecturas (Ribeyro, Gorostiza, Salvador Díaz Mirón). No pocas veces se trata de primeras ediciones que rescata en librerías de viejo, lo que le permite ir haciéndose con un significativo fondo, propio de un exquisito bibliófilo, del que forman parte "casi todo el exilio, todo Paz, el Romancero gitano, el Poeta recién casado, Rulfo". De esas lecturas saca conclusiones: "Frente al confort de la casa burguesa [la novela], la poesía solo ofrece la inhóspita frialdad de un páramo". Si bien discrepo, esta cita me permite señalar otra constante: la proliferación de emboscados aforismos entre estas páginas. Cosa también normal en esta clase de obras. Así, leemos: "Escribir a pesar de todo. Contra todo". "Escribir es obligarse a justificar cada uno de nuestros actos ante el más severo de los jueces: uno mismo". "La pobreza es nuestra condición más genuina". "Todas las vidas son fracasadas". "Leer con ojos de escritor puede llegar a convertirse en una pesadilla".
Recuerda a García Terrés (otro diplomático, como tantos intelectuales mexicanos: Reyes, el citado Gorostiza, Paz, Pitol...), traductor de Seferis, y a "la gente corriente", para aquél, "la única depositaria de la herencia de la antigua civilización griega".
El arte (la pintura, ante todo, con elogio de El Prado incluido: "aquí me he formado como hombre") y la música son asuntos a los que Marina (que escucha canciones y obras clásicas y acude a conciertos, estudios y museos) dedica jugoso párrafos (en su breve diario neoyorkino, pongo por caso).
En la página 164 hace balance de sus años mexicanos, de lo que se lleva, empezando por su ópera prima, Lo que los dioses aman, publicada allí por El Tucán de Virginia, y con el segundo inédito, Continuo mudar, que pone en manos, entre otros, de Cristina, la mujer de Pacheco. Y añade: "De sus opiniones dependerá en buena medida el futuro de ese libro", que vio la luz, por cierto, en la Editora Regional en 2012. En la página 201 copia la lista de "las cosas de México que echaré de menos", leída en el homenaje de despedida en la Residencia. Son 31. La primera, algunas librerías. La última: "Estas lágrimas".
En el horizonte, Lisboa, donde ha pasado estos últimos años. Y una postrera anotación: "Allí la vida se renueva por estaciones. Aquí, por horas".