28.11.15

Palabras que no dije

Lama y Pámpano en Lisboa
Salvando todas las distancias, como en “Tumba de Lenis”, el poema de Cavafis, puede uno decir que Ángel, a quien tanto quisimos, que tomó la decisión de que sus cenizas se repartieran por tres lugares: en el cementerio de San Vicente, junto a su madre; en el jardín del instituto Giner de los Ríos de Lisboa, junto a un olivo que se plantó esa misma fecha, y junto a la encina que hay delante de la casita del campo de la Codosera; que Ángel, decía, no está en tumba alguna, virtual o real, que, como expresó el poeta alejandrino, “más cerca de ti lo tienes”. Más cerca de mí, de vosotros, lo tenemos. De los que le conocimos y de los que no, de sus paisanos y de los forasteros, aunque para él nunca hubo en rigor “rayas”, fronteras; no al menos entre Portugal y España, dos países que eran para Ángel uno sólo: el de la poesía, el de la literatura.
Muchos años después (siete, para ser exactos), el autor de La vida de otro modo permanece en nuestra memoria. No sólo a través de los recuerdos que guardamos de él o gracias a las grabaciones y retratos que se conservan, también permanece en sus poemas –los escritos originalmente en su lengua materna, la que le enseñó Paula, y los que, aun concebidos en portugués, trasladó también a la española, versos tan suyos como los otros. Sí, Ángel es y está en su poesía, de ahí su condición milagrosamente inmortal. Y en ella, su biografía, como nos explicó Octavio Paz, y cuanto le pasó digno de ser fijado en la memoria para que ya nunca se perdiera y la alargada sombra de cuantos de verdad le importaron. No hace falta enumerarlos. Algunos están esta noche aquí.
Los que le conocimos sabemos que hoy estaría feliz. Está feliz, mejor, dondequiera que se encuentre. Para uno, ya se dijo, aquí al lado. Casi puedo verlo y hasta abrazarlo, como muchos de vosotros.
Feliz, decía, porque, si bien la poesía le importó como nada en el mundo (o casi nada: sus padres, sus hijas, su hermano, Carmen, su familia, unos pocos amigos…), no menos le interesó su trabajo. Gustoso, a la manera de su amado Juan Ramón. El de la instrucción pública, por decirlo a su republicana manera. Y eso servía tanto para la lección que trasladaba con la debida pasión a sus alumnos como para la que nos daba a todos en forma de poema, de conferencia, de traducción o de artículo. Ángel era un ser didáctico.
Todo cuanto hizo en la vida –en la educación, en la creación y en la gestión cultural– tuvo ese matiz, un tono propio de los que ejercen el arte de enseñar. Era su talante. Iba con su carácter. Por eso hoy, en la entrega de los galardones de la primera convocatoria del premio de poesía que lleva su nombre, su corpachón, su altura, su voz, se entregarían a la fiesta (desdiciendo a Bernardo Soares:“El entusiasmo es una ordinariez”), con el genuino fervor que le caracterizó y del que tanto aprendimos y disfrutamos. Arrollador a veces, melancólico otras.
Pocas cosas le importaron más que la poesía, insisto, y ya ahí, que se difundiera y apreciara por la mayor inmensa minoría posible. Lectores y no público queremos, con Brines y con Ángel, para ella, algo que nos garantizan estos jóvenes. Los premiados, cómo no, y los que sin serlo se presentaron con sus trabajos a este concurso. Muchachas y muchachos que la cultivan a sabiendas, o eso intuyen, de que les va, les irá, la vida en ello. Como le fue, y con qué grandeza, a nuestro inolvidable amigo Pámpano.

Nota: Estas son las palabras que anoche leyó en mi nombre Miguel Ángel Lama, secretario del jurado del primer Premio Hispano-Portugués de Poesía Joven «Ángel Campos Pámpano». Razones familiares impidieron que uno viajara hasta San Vicente de Alcántara. Eso sí, de corazón (no es mera frase hecha), allí estuve.