13.1.16

Los diarios de Barrero

Hilario Barrero (Toledo, 1946) acaba de jubilarse como profesor titular de la Universidad de la ciudad de Nueva York (CUNY), metrópoli donde reside desde 1978. Poeta, ante todo, y traductor (amén de editor y dibujante), su experiencia como diarista es amplia, más si tenemos en cuenta esa tradición en España. Es autor de Las estaciones del día (2003), De amores y temores (2005), Días de Brooklyn (2007), Dirección Brooklyn (2009), Brooklyn en blanco y negro (2011), Nueva York a diario (2013) y, ahora, de Diarios (2012-2013), publicados por La Isla de Siltolá en su colección Levante (después de las interesantes entregas de Jesús Aguado y Concha García).
Quienes ya hayan frecuentado esos libros o le sigan a través de Facebook se encontrarán con alguien conocido o, si se prefiere, con un mundo reconocible. Más de trescientas cincuenta páginas de letra menuda tiene el volumen, lo que, como se puede imaginar, da para mucho. Para mucho relato, digo. Por una vez, siguiendo el modelo Antero, he ido anotando a lápiz algunas palabras clave o breves frases sobre el libro en la página final de cortesía. Así, deshaciendo el nudo, destaco las abundantes referencias a la ciudad de Nueva York, y más en concreto al barrio de Brooklyn. Barrero es un paseante que, cámara en ristre (como buen fotógrafo), describe sus andanzas por las calles, parques y avenidas de esa ciudad mítica en la que, cada poco, recibe a amigos y conocidos, paisanos españoles, sí, y a veces toledanos. Toledo es, ya se dijo, su ciudad natal, donde habitan su infancia y sus recuerdos (los buenos y los malos), el territorio familiar (en especial, de una figura central: su católica madre), un lugar que visita con frecuencia. Menciono Toledo y acaso debería precisar, pues del mismo modo que allí matizamos Brooklyn, aquí deberíamos señalar Santo Tomé. A lo que significa "ser de Santo Tomé" dedica una página memorable. A estas dos ciudades habría que sumar otra, Gijón, donde pasa los veranos, otro sitio (y alrededores) que aparecen no poco en estas líneas. 
La casa es un personaje muy significativo del diario y, ya allí, su pareja, de origen cubano, cuarenta y dos años juntos. El "nosotros" aparece con frecuencia. Es emocionante leer las palabras de amor que le dedica, sobre todo a la luz pesimista y melancólica que tiñe buena parte del libro, instalado, se puede decir, en la vejez y en las postrimerías, en la enfermedad y en la muerte. Por eso defiende uno que estamos ante lo más parecido a un "diario íntimo", a pesar de la distanciada elegancia y el genuino pudor que caracteriza estas sentidas anotaciones. Íntimo y literario, sin duda, escrito con voluntad de estilo y para ser leído.
La poesía es otro asunto capital. La propia y, más que nada, la ajena, que traduce; breves poemas que ofrecen una suerte de antología complementaria.
Hice alusión hace un momento a la vejez y a la jubilación (que ya estaba tramitando). Me ha llamado la atención la cantidad de vetustas amigas viudas a las que el autor visita en esas casas o pisos que, como el suyo, uno imagina amplios y confortables, bien decorados y vividos, con las paredes forradas de libros. Antiguas compañeras o vecinas que enferman gravemente y con las que Barrero mantiene interminables conversaciones telefónicas, mal que le pese (porque detesta, como uno, hablar por teléfono). Se nota de lejos que es un tipo cariñoso y servicial. Una buena persona. Algo más que un mero paño de lágrimas.
El trabajo -tareas, colegas, alumnos- es fuente inagotable de reflexiones y de anécdotas, algo que se echará de menos en futuras entregas del diario. La lectura (los libros) es otra pasión confesable: "Descubrir a un poeta es descubrir un mundo". Como la de la música. O la ópera, mejor.
Pasa mucha gente por estas páginas. Relacionados con su fervor literario, con su profesión docente o sencillamente con su vida, complicada como la de cualquiera. Gente con la que se cruza en su ciudad o en las que visita; Málaga o Lisboa, por ejemplo. Entre ellos, otro neoyorkino (de Navalmoral de la Mata), "el amigo Muñoz": José Muñoz Millanes. O el también extremeño (de Avilés) José Luis García Martín, otro cómplice necesario de esta historia de historias, que se ha ocupado de la bonita nota de la contracubierta, donde alude a "la inquieta curiosidad y la incansable cordialidad" que caracterizan a Barrero.
Más allá del huracán Sandy, que azotó su terraza, y de los toldos toledanos, que mencionó a modo de símbolo y metáfora en su pregón de Corpus (un alto honor para un toledanodetodalavida), o de la graciosa peripecia de su encuentro con el poeta Antonio Rivero Taravillo y su mujer, pongamos por caso, celebramos que, a pesar de que "Un diario es como un dragón de siete cabezas que, al menor descuido, te ataca y te derriba, dejándote herido. O como esa navaja oxidada que guardamos en el cajón de las herramientas y que nunca usamos, pero que está ahí ocupando espacio y oxidando la oscuridad", celebramos, decía, que Hilario Barrero haya logrado ofrecer a los lectores un libro tan triste y luminoso como la vida misma. Un libro donde el autor se acaba convirtiendo en el confidente, en el amigo. Cuando no en uno mismo.