© Salvador Retana |
Sí,
podría asumirla. Al frente de uno de mis libros se puede leer un epígrafe de
Gabriel Ferrater: “Diré lo que me huye. Nada diré de mí”, en su versión
castellana. Con ello doy a entender que la de uno no es una poesía confesional
o intimista, en la vieja acepción. Vuelvo a recordar lo de “a debida
distancia”, un lema para mí. Respecto a todo lo que me rodea. Para apreciarlo
mejor. Con todo, pronto comprendí que la única manera de ser tú y, en
consecuencia, de que tu voz no fuera igual o demasiado parecida a otras, era
intentando levantar tu propio mundo; construirlo a partir de tus propias
experiencias. Y con tus palabras, claro. Con tu tono, mejor. Ahí no puede haber
plagio. Por otro lado, sólo me atrevo a escribir sobre lo que conozco y me
pasa. De ahí que la narrativa, donde prima la ficción, o la poesía
experimental, donde se impone la invención, no sean lo mío. Mis novelas y mis
poemas son, con frecuencia, páginas de un diario, como muchos de los poemas que
he escrito y publicado. Eso sí, ese mundo debe ser habitable y los versos
transferibles. Por aquello que dejó dicho Pacheco y que me gusta tanto citar:
“No leemos a otros, nos leemos en ellos”.
Con
Anne Carson, salvadas todas las distancias, uno también podría afirmar: “Hay
demasiado de mí en mi escritura”.
Como lector, en fin, suelo desconfiar de la poesía en
la que no tocas a un hombre. O a una mujer. De ahí mis reticencias con respecto
a la basada en ficciones y en personajes que tan de moda estuvo en España hace
unos años. O ahora mismo bajo la exitosa y cínica apariencia del malditismo. No me la creo.
7.-Usted ha leído con interés, diría que apasionado, a
María Zambrano y a José Ángel Valente, y en su poesía también se da una
fascinación por el centro (mito o
imagen) que alimenta las poéticas de ambos autores. Lo curioso es que el centro
parece inasible por el hecho mismo de concebirse como tal. ¿Hay tal centro?
He
leído a María Zambrano y a Valente. Con la pasión debida, como leo, por
fortuna, casi todo. Ojalá, y para bien, se note. Pero tampoco soy un
especialista en sus respectivas obras. Ni he leído las obras completas de la
primera ni siquiera absolutamente todo lo del segundo, por ejemplo su novela
póstuma. Con Claros del bosque o las páginas que dedicó a Zurbarán o a
Gaya me basta, en el caso de la pensadora andaluza con raíces extremeñas. De
Valente me quedo con los dos libros de poesía que abren y cierran (una vez
muerto) su ciclo poético, además del que cité antes. Con él me ocurre, siquiera
a ratos, lo que con Octavio Paz, que prefiero sus ensayos literarios a sus
versos, por más que la poesía de ambos no sea comparable.
Me resulta complicado expresar esa fascinación por el
símbolo (mito o imagen) del centro. Supongo que se relaciona con dos asuntos:
con el del sentido del equilibrio, esa suerte de centralidad que uno ha perseguido
en su vida, y con la búsqueda de lo que constituye la esencia o el núcleo de lo
que nos sucede. Aquello que nos hace de verdad humanos. O humanos a secas. Como
observamos Jordi Doce y yo, es, en todo caso, “un centro fugitivo”. Se nos
escapa o cambia permanentemente. De ahí lo interesante, por cansado que sea, de
ese asedio. Por cierto, esta referencia al centro me recuerda el verso de Joan
Vinyoli, uno de mis poetas predilectos, acerca del “círculo convincente”, ese
al que acaso se llega después de ensayar muchos círculos previos.
8.-
Como si hermanara a Heráclito y a Parménides, en su obra el agua, fluyente o
estática en un estanque, es una presencia constante. Sin duda es agua de lo que
usted habla, pero no es menos cierto que habla del tiempo, eso que al parecer
sólo sabemos lo que es cuando callamos, ¿o tal vez cuando se logra escribir
ciertos versos como “Enramada y sonora,
en esta fuente,/que apenas mana en el feroz verano”… (“El espacio único”, de A debida distancia)?
Mi
añorado amigo Ángel Campos dejó escrito: “De todos los milagros, el del agua”.
Así lo creo. Ya sea de manantiales y fuentes (a la de Yuste le dediqué un
poema, y a la escondida de Los Alisos, donde cito ese verso), estanques (como
el del molino) o ríos, sobre todo. Como el humilde Jerte, que pasa por mi
ciudad natal; el mío, lo que me lleva a los versos de Alberto Caeiro traducidos
por Octavio Paz: “El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo, /
pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo / porque el
Tajo no es el río que corre por mi pueblo”. Me agrada, en fin, esa mención a
Heráclito; un presocrático poeta, sin duda. Sí, las aguas detenidas (título de
mi segundo libro, palabras también tomadas de Vinyoli) no deja de ser una
metáfora del tiempo. Ya se dijo antes que tiempo y lugar van al unísono. Hablo
del tiempo en un determinado lugar. Un lugar que me habla del paso del tiempo,
tema eterno de la poesía. Y el agua es un símbolo perfecto para acercarse a ese
misterio. Y a cualquiera. Basta con revisar lo que ha dado de sí el mar como
símbolo; una forma inmensa del agua que a uno, del interior, le deja siempre en
suspenso.
Resulta
curioso que uno haya utilizado el agua para intentar explicar su propia
poética. Lo expresé así en la Fundación Juan March, dentro del ciclo Poética
y poesía: «Imaginemos el agua fría y
cristalina de una de esas gargantas que bajan de las sierras de mi entorno (las
de La Vera, por ejemplo), de ésas que nos permiten ver con nitidez su fondo de
guijarros. Ahora bien, si intentamos coger uno, comprobamos con estupor que
nuestro ojo ha sido incapaz de calibrar la profundidad real que en esas aguas
separa el fondo de la superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto.
Así, lo que nos mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca,
ni el antebrazo, ni el codo, sino el hombro y más incluso. Esta metáfora
acuática es un ideal transferible a la poesía. Leemos un poema que nos parece
transparente y, no obstante, sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar.
En la claridad está la mayor profundidad. Claridad que, por supuesto, no
renuncia a lo complejo. Digo a lo complejo, no a lo complicado. La complicación
en poesía sobra, estorba. La complejidad es, sin embargo, consustancial a ella:
está en la vida. Todo, desde el más simple artilugio hasta la más sencilla
acción, soporta un determinado grado de complejidad».
Por otra parte, en un poema reciente que he titulado
“Poética”, se lee: “La poesía,
/ sus elucubraciones, /
los asedios / que gravitan en vano / ―teóricos, abstrusos― / sobre ella. // La poesía / que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a otro con sed.”