28.6.16

El mundo de Dickinson

Carta al mundo (Renacimiento) es una preciosa antología de poemas de la norteamericana Emily Dickinson (1830-1886), una de las grandes poetas de todos los tiempos, lo diga o no Harold Bloom, que tanto la admira. Nunca se movió de su localidad natal, Amherst, Massachusetts, y su vida, particular en todos los sentidos, y a su modo novelesca, ha sido objeto de especulaciones sin fin. Apenas si dio a conocer un puñado de poemas de los muchos que escribió en la intimidad de su casa. Se nos explica que la primera muestra de sus versos se publicó en 1890, si bien no se respetaron los originales. Sólo en 1955 el erudito T. H. Johnson dio a la imprenta una colección completa de su poesía sin apenas cambios. 
En España hemos tenido suerte, ya que contamos con numerosas ediciones de su lírica desde que Juan Ramón Jiménez incorporara a su Diario de un poeta recién casado (1916) algunos poemas suyos. Si se me permite, le tengo especial aprecio a las versiones de Lorenzo Oliván, que publicó Pre-Textos bajo el título La soledad sonora en 2001. También destacaría las traducciones de Marià Manent, acaso las primeras que leí, y las de Carlos Pujol (que aparecieron en La Veleta el mismo año que las de Oliván). 
La muestra que comentamos hoy tiene un título muy adecuando, pues esta mujer escribió muchas cartas (que se conservan y han sido publicadas) a lo largo de su vida. Es, además, parte de un verso suyo: "Esta es mi carta al mundo / que no me escribió nunca". Las versiones son de Miranda Taibo, traductora profesional, pero no literaria (hasta ahora), y han contado con la supervisión del poeta José Cereijo, quien, por cierto, escribe una poesía en la que se rastrean indicios que bien podrían considerarse aprendidos en aquélla.
Prescinden de los famosos guiones (otro motivo de conjeturas) y nos muestran, limpios de polvo y paja, los minuciosos, breves y precisos poemas de la Dickinson, cargados de sutileza y de misterio. Llenos, en fin, de luz. Son pocos, setenta y cuatro, pero más que suficientes, tanto para el lector habitual, que los lee como si fueran nuevos (eso es ser clásico), y para el que, una suerte, se acerque por primera vez a ellos. Diré más: pocos florilegios más adecuados para iniciarse en esta singular, intensa lectura. "¡Qué insondable el enigma!", diría uno con un verso que ella escribió. "¡Qué ligereza da / la libertad de espíritu", ya se ve.
Apenas unas notas se añaden a los poemas. Sería -es- un sacrilegio comentar estos versos, sacarlos de su silencio sonoro, de su soledad acompañada. Algunos, como el 73 (de esta edición, 32 de la canónica) tornan orientales. Otros, como el 24 (152) o el 50 (1650b), dan la verdadera medida de su arte.
En su verso "frágil belleza intensa" se condensa el sentido y el ser de esta poesía que no cesa, como las traducciones que nos la acercan sin remedio. Tenerla a mano es una necesidad para el lector y un bien para cualquier ser humano sensible. Su palabra nos humaniza. Y nos engrandece.