6.7.16

La poesía de César Simón

César Simón
Pre-Textos, Valencia, 2016. 456 páginas. 

Como bien dice en su lúcido e íntimo prólogo Vicente Gallego, la poesía de César Simón (Valencia, 1932-1997), reunida por primera vez, ha quedado fuera de los manuales y las antologías porque empezó a publicarse tarde y en editoriales periféricas, pero, sobre todo, por su singularidad, que suele ser casi siempre la verdadera causa de ciertas postergaciones u olvidos. Por edad, debería pertenecer a la Generación del 50, la de Brines. Llegó tarde a esa nutrida y heterogénea hornada. Su manera de decir está más cerca de poetas posteriores, de los 80. Gallego, por ejemplo, que lo califica de maestro y que ha logrado dar con el tono que exigía la introducción a este corpus poético, “un todo perfectamente coherente y abarcable” formado por Pedregal, Erosión, Estupor final, Precisión de una sombra, Quince fragmentos sobre un único tema: el tema único, Extravío, Templo sin dioses, El Jardín y El pretexto y el fervor, un precioso libro inédito que agrupa un puñado de intensos poemas amorosos. En apéndices, algunos versos perdidos.
También fue autor de los dietarios Siciliana, Perros ahorcados y En nombre de nada. Sus artículos más personales fueron reunidos en Papeles de prensa. Todo fue escrito entre 1971 y 1997. Si los cito es porque acaso hubiera sido pertinente incluirlos en la edición, a modo de obra entera, ya que rigor forman parte de lo mismo: la poesía simoniana, en prosa o no. Gallego justifica esa decisión, del todo razonable, y antepone lo que pensaba Simón, si bien se ocupa de remediar ese vacío citando fragmentos de esas entregas.
La actualidad de esta poesía honesta es la de un clásico. Su poética, como acertó a calificarla Begoña Pozo, responsable de la bibliografía, es doble: poética del paisaje y de la conciencia, según se trate de los exteriores y los interiores. La primera se basa en la simplicidad del campo, centrado en la casa del monte, “allí arriba”, su territorio propio, donde en soledad y silencio pasea, piensa, lee y escribe. Un secarral mediterráneo desde donde siempre se ve el mar. La segunda, en la casa de la ciudad, muchas veces deshabitada y en sombra, en los pasillos y los cuartos. En ambos casos el poeta, “pobre en biografía”, es un ser lejano y único. Vital (“¿Es que hay algo más hondo que la vida?”), que vive “en vilo”, de espíritu dado a la introspección y temperamento meditativo (“Todas tus elegías fueron himnos”), que ve el mundo, más que con perplejidad o asombro, con estupor (“Porque es alta la vida y es extraña”), a favor de la contemplación que constituye en la mirada. Su carácter, sensitivo y “reconcentrado” (“Fue un ensimismado”, dijo Marzal). Alguien que afirma: “Fui lo que soy, he dicho; / y nunca he sido nada”). Y: “Creo, con fiebre y con ardor, en nada”. Por sobrio (“Yo soy ático”), autor de una poesía áspera y esencial, enemiga de la afectación, el énfasis y el lucimiento, de la retórica y el anecdotismo. Contra la rimbombancia. De gran naturalidad. Discursiva, aunque domine las distancias cortas. Que huye, en suma, de lo adjetivo. Que transmite verdad. Fundada en el misterio, aunque “sólo en lo concreto se manifiesta lo esencial”. Más solar que nocturna: de la claridad.
De aquí, como dice Gallego, no se puede “salir indemne”. Qué suerte la de quienes lo lean por primera vez, que, salvo unos pocos, serán la inmensa minoría.

ARCO ROMANO

En medio de las viñas se levanta.
Testimonio de un tiempo, ya es el tiempo.
Permanece, si llueve, solitario;
y solitario cuando quema el sol.
Divide el mundo en dos, insiste y calla.
Cerrado, pero abierto al hermetismo
de la interrogación que no se extingue.
Y es excesivo para explicitarlo.
¿Conclusión? Irreal planteamiento.
El arco es como yo, que no concluyo.
Porque fui contra el cielo como el arco:
de vacío a vacío en la belleza,
de la nada a la nada entre la luz.

Nota: Esta reseña apareció publicada el pasado viernes en El Cultural.