Raquel Lanseros
Madrid, Visor, 2016. 268 páginas.
Raquel Lanseros (Jerez de la
Frontera, 1973) es autora de Leyendas del promontorio, Diario de un destello, Los ojos de la niebla, Croniria y Las pequeñas espinas son pequeñas,
libros que se agrupan ahora en Esta
momentánea eternidad. Poesía reunida
(2005-2016), una edición que incluye poemas exentos e inéditos.
Al frente de la obra, once años de "largo camino", firma un breve
prologo que resulta al lector útil y preciso. En él declara que la poesía es
ante todo un "acto de amor" y que en ella se mueven "muchas
fuerzas de índole afectivo". Amor a las palabras, a las raíces, a los
libros, etc. Cita a Brodsky para explicar que ambos "operan en la misma
dirección pero en sentido contrario", que "parte de lo finito para
llevarnos hasta el infinito".
También indica que pretende facilitar el acceso a libros agotados o
inencontrables; cinco entregas que recupera íntegramente, "sin ningún
cambio", tal cual se editaron, por "devoto respeto a lo que quedó
escrito". Lo otro sería "falseamiento", dice. El título,
procedente de un verso propio, alude a "un modo personal de encapsular un
tiempo y unos sueños". Aboga por la libertad y la rebeldía.
Los poemas están escritos con un lenguaje donde conviven el tono narrativo (y
dialogado) con el lírico, la línea clara y la imaginativa (lo real y lo
imaginario), lo racional con lo inspirado. Cabe destacar su elegante ritmo
lento, una música personal y encabalgada que realza, sin forzarlo, cuanto
expresa. O el uso de una abundante adjetivación, así como de suaves metáforas
terrestres o geográficas, digamos, basadas en símbolos asequibles como barcos,
islas, reinos, ríos, cataratas o fronteras.
Poemas viajeros y ultramarinos, con nombre de lugar, propios de alguien que
ha vivido en muchos sitios, pero que siempre vuelve. Poemas sentenciosos y
reflexivos. De la memoria y el conocimiento. Poesía autobiográfica, en torno
"a la existencia propia". De mujer. Frágil, más allá del tópico (fragilidad
y poesía van de la mano), a la intemperie. Poesía del amor (y del desamor), un
asunto clave para cualquiera que acaso sea el más frecuentado por Lanseros.
Léase “Contigo”.
Sus personajes suelen ser seres anónimos o genéricos: un hombre, una mujer
(más en Los ojos de la niebla) y no faltan presencias
insoslayables: la de su familia, por ejemplo, ya sea la madre o un
bisabuelo.
"No hay verdad más profunda que la vida", escribe. De eso da fe.
Antonio
Hernández
Calambur,
Barcelona, 2016. 176 páginas.
Con su libro anterior, Nueva York
después de muerto, publicado en 2013,
Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, 1943) consiguió el Premio Nacional de Poesía
y el de la Crítica. Perteneciente a la denominada Generación del 60, junto a poetas
como Diego Jesús Jiménez, Félix Grande o Jesús Hilario Tundidor, brumosa tierra de nadie de la poesía española comprimida
entre dos famosas promociones: el Grupo del 50 y los Novísimos, Hernández, reconocido con números premios y honores, es
autor de una profusa obra poética que agrupó en Insurgencias (Poesía 1965-2007).
Viento variable reúne poemas escritos entre 2010 y 2015, como se
nos explica en la “Nota de autor”, y forma parte de lo que llama “poesía total”, porque toma recursos de
otras artes; versos de carácter “dicotómico y epicolírico -canto y cuento-“ donde
poesía y literatura “se funden” con oficio. Aunque hay una “voluntad de
autonomía de cada poema”, se organizan en “grupos temáticos emocionales” que
encabezan diferentes epígrafes de autores dilectos.
El tono, más prosaico que prosístico,
se adapta bien a los asuntos relatados, que tienen que ver, sobre todo, con la
biografía del autor (“Voy a contarles mi vida”). Recuerdos y anécdotas de
cuando era niño (la infancia protagoniza una de las partes, la de “Ruego”,
“Primeros pasos”, “Nostalgia”, “Rumor de la infancia”, “El embargo”); paseos de
jubilado por calles y parques (la vejez es otro tema habitual); situaciones cotidianas
con nietos, hijos, mujer y demás familia (con evocación del abuelo Manolito
Ramírez y del primo Pepito el Rana) o con amigos (Claudio Rodríguez, por
ejemplo); los “paraísos perennes” o “imperdibles” (con menciones a los maestros:
Borges, Rosales, Lorca, Alberti); la música (donde no falta el flamenco); la
preocupación social (una constante en su poesía)… Sí, este libro es, entre
otras cosas, una suerte de memorias y tiene algo de balance o ajuste de cuentas.
Principalmente, consigo mismo (así en el machadiano “Mea culpa”). O cuando alude
a lo sucedido con los citados premios (“Pavoneo”, “Pompas fúnebres” y los que
componen la sección que inaugura una cita de Vallejo), si bien cifre su “éxito
definitivo” en “poder / jugar con los
nietos”. La ironía (léase “Anónimo veneciano”) juega a favor del libro, a pesar
de poemas como “Tautología” o “Insidias”. “¿Cómo se puede odiar a un tipo como
yo?”, pregunta. “Nunca me las di de maldito”, subraya. Ahí ve uno esta poesía entre
la autocomplacencia y la acritud respecto a sí mismo.
Nota: Las reseñas de los libros de Raquel Lanseros y Antonio Hernández se publicaron el pasado viernes en El Cultural.