Julio César Galán (Cáceres, 1978), profesor de la Universidad de Extremadura (tras pasar por la de Argel y la de las Islas Baleares), crítico literario y autor teatral (Eureka, Con permiso del olvido), es autor de los libros de poesía El ocaso de la aurora, Tres veces luz, Márgenes e Inclinación al envés ("mi libro de madurez y en el que soy realmente yo"); además de Gajo de sol, firmado con el heterónimo de Luis Yarza, y ¿Baile de cerezas o polen germinando?, con el de Pablo Gaudet. Sobre este asunto ha escrito: «Hace largo tiempo le resumí al crítico y ensayista Óscar de la Torre mi idea de heteronimia: “El Yo absoluto: la destrucción de la identidad sociocultural, de sus ideales, de sus ideologías, de todos sus lastres (cambiarse de nombre, algunos místicos lo hacían); ir hacia los yoes que fuimos, nuestra búsqueda del tiempo perdido; crearse una comunidad literaria (la intranimia); los yoes posibles más el tú presente (la autobiografía). En fin, crearse y parirse”».
Con el nombre de Jimena Alba acaba de publicar Introducción a la locura de las mariposas (Tigres de papel) y con el suyo una obra de teatro, La edad del paraíso (Editora Regional de Extremadura), pero es de otro libro, El primer día, del que me gustaría hablar. Lo publica La Isla de Siltolá. En la "Nota del autor", Galán nos explica algunas cosas importantes para la cabal comprensión de la obra. Que "Cada libro lleva una historia dentro (o varias)", por ejemplo. O que se percató un buen día de que había que trasladar el proceso de escritura al lector, ya que "ese proceso era nuestro fin". En boca del citado Óscar de Torre, otro heterónimo (autor de Limados. La ruptura textual en la última poesía española), pone: "El poema se percibe como una traslación de un discurso roto que se requiere unitario. Por esta razón (...) se busca un lector investigador, un lector creador, un lector que participe activa y estéticamente en la lectura. Entonces es posible concebir el acto de la lectura como ejercicio de creación, pues el receptor se convierte en un actor crítico e integrante real del poema". Esta es la clave, la posición desde la que habría que leer esta poesía arriesgada y sin concesiones que se sitúa a la vanguardia (y que remite sin remedio a las viejas vanguardias) o en la avanzadilla de la que, supuestamente, debería escribirse en los años diez del siglo XXI. Pero no basta, cree uno, con ese lector ideal. Para dar cuenta de este modo radical de decir hace falta también una nueva crítica dotada de nuevos aparejos interpretativos. Ahí es donde uno, me temo, pierde pie. Con todo, diré algo acerca de mi experiencia lectora.
Con el nombre de Jimena Alba acaba de publicar Introducción a la locura de las mariposas (Tigres de papel) y con el suyo una obra de teatro, La edad del paraíso (Editora Regional de Extremadura), pero es de otro libro, El primer día, del que me gustaría hablar. Lo publica La Isla de Siltolá. En la "Nota del autor", Galán nos explica algunas cosas importantes para la cabal comprensión de la obra. Que "Cada libro lleva una historia dentro (o varias)", por ejemplo. O que se percató un buen día de que había que trasladar el proceso de escritura al lector, ya que "ese proceso era nuestro fin". En boca del citado Óscar de Torre, otro heterónimo (autor de Limados. La ruptura textual en la última poesía española), pone: "El poema se percibe como una traslación de un discurso roto que se requiere unitario. Por esta razón (...) se busca un lector investigador, un lector creador, un lector que participe activa y estéticamente en la lectura. Entonces es posible concebir el acto de la lectura como ejercicio de creación, pues el receptor se convierte en un actor crítico e integrante real del poema". Esta es la clave, la posición desde la que habría que leer esta poesía arriesgada y sin concesiones que se sitúa a la vanguardia (y que remite sin remedio a las viejas vanguardias) o en la avanzadilla de la que, supuestamente, debería escribirse en los años diez del siglo XXI. Pero no basta, cree uno, con ese lector ideal. Para dar cuenta de este modo radical de decir hace falta también una nueva crítica dotada de nuevos aparejos interpretativos. Ahí es donde uno, me temo, pierde pie. Con todo, diré algo acerca de mi experiencia lectora.
"El Primer día es una celebración y un ajuste de cuentas conmigo mismo", ha dicho Galán. Y que "es muy autobiográfico, pero intento contarlo de otra manera. El libro tiene mucho de juego". Pero vayamos por partes. Este es un libro que reúne tres que al final son uno solo (porque están interrelacionados entre sí): "Para comenzar todo de nuevo", "Con orejas de trébol" y "Montoncitos de desnudez". Escritos entre 1996 y 2015, aunque en 2003 la edición ya estaba casi cerrada.
Como bien dice el poeta uruguayo Eduardo Espina en la contracubierta: "La escritura es todo lo que viene después de haber leído. Esa es la consigna de este libro omnímodo, felizmente inclasificable". Sí, contra los estereotipos y las clasificaciones, contra la epigonalidad (un tema en el que es especialista y al que ha dedicado ensayos como "Epígonos poéticos"), se levanta este libro fragmentario de tipografía atípica donde abundan las notas y la marginalia, las elipsis, las citas, los autoplagios, las reescrituras, las fechas, las refundiciones, la traducción (la escritura, dice, mientras guiña un ojo a Octavio Paz, es "un ejercicio de traducción"), el poema visual, las tachaduras, los símbolos y emoticonos, los poemas dentro de poemas, los diálogos -con Salocín Rasec, pongo por caso- y un sinfín de detalles más. "Radicalizamos la experiencia", leemos. Y en la página 97: "Me niego a dictar a quien no sabe escribirme, / a quien no sabe generar mis sentidos, / a quien no sabe trazar la realidad tal cual. / Si gusta de garrapatear la vida, que sea sin mí, / mejor darse a las certidumbres de la apariencia, / al trazo de la letra muerta y la autobiografía / sin nombre, / al excedente de lo bello que no pudo ser".
Dije diálogo y al hacerlo debería haber señalado a un puñado de poetas y filósofos con quienes lo establece: Artaud, Viel Temperley, Lezama Lima, Rimbaud, Mallarmé, Russell, Paz, Derrida, Lefevere, etc.
Hay una constante reflexión (que en ocasiones se traduce en teoría) sobre lo que se escribe (o se escribió o se escribirá), que no deja de ser algo imprescindible si de transmitir el proceso de escritura se trata. No falta, ya se dijo, el juego, la experimentación donde, claro está, el hermetismo no falta.
Se funden distintas voces (para ello usa diferentes tipos de letras) que más que a distintos personajes corresponden a diferentes maneras de abordar la realidad y la memoria ("Sin lenguaje no hay tiempo") por parte de un poeta esencialmente pessoano (recuerda el verso de Girondo a propósito del "yo": "una apariencia de la ausencia"). Con todo, detrás de la aparatosa, pero calculada, puesta en escena (de lo "parateatral"), lo que uno lee es la vida de un hombre. Basta con acercarse a "(Bucle acre de la calle Moreras)", dedicado a César Nicolás. Los datos biográficos son constantes: la infancia y la adolescencia, Argel, el cáncer, Mahón, el hijo... No falta una sutil narratividad, un rasgo que podría suponerse ausente en este tipo de poesía. Al fondo suena la música de Van Morrison.
El castellano de Galán no es rebuscado. Hay, eso sí, una batalla entre el sentido y la falta de sentido, entre la suficiencia y la insuficiencia del lenguaje: "Algunas veces nos hacen caso / las palabras y las amamos".
"No dejes que la emoción te maneje (...) / No dejes / nada al azar, nada al corazón", leemos, y, sin embargo, ésta no falta, porque es inseparable, me temo, de la poesía. Para muestra, un botón: el poema final, el que empieza: "el desmoronamiento de la lágrima / cuando ve a su hijo recién nacido..."
Según Espina, "Estamos ante un libro extraordinario que anticipa una época del idioma y pone a la poesía española en sincronía con los tiempos de lo que vendrá entre lo no visto". Es posible. De lo que estoy seguro es de haberme topado ante la obra de un poeta riguroso y (con perdón) original que ha logrado, contra viento y marea, construir un libro digno de tal nombre. No es poco.
Como bien dice el poeta uruguayo Eduardo Espina en la contracubierta: "La escritura es todo lo que viene después de haber leído. Esa es la consigna de este libro omnímodo, felizmente inclasificable". Sí, contra los estereotipos y las clasificaciones, contra la epigonalidad (un tema en el que es especialista y al que ha dedicado ensayos como "Epígonos poéticos"), se levanta este libro fragmentario de tipografía atípica donde abundan las notas y la marginalia, las elipsis, las citas, los autoplagios, las reescrituras, las fechas, las refundiciones, la traducción (la escritura, dice, mientras guiña un ojo a Octavio Paz, es "un ejercicio de traducción"), el poema visual, las tachaduras, los símbolos y emoticonos, los poemas dentro de poemas, los diálogos -con Salocín Rasec, pongo por caso- y un sinfín de detalles más. "Radicalizamos la experiencia", leemos. Y en la página 97: "Me niego a dictar a quien no sabe escribirme, / a quien no sabe generar mis sentidos, / a quien no sabe trazar la realidad tal cual. / Si gusta de garrapatear la vida, que sea sin mí, / mejor darse a las certidumbres de la apariencia, / al trazo de la letra muerta y la autobiografía / sin nombre, / al excedente de lo bello que no pudo ser".
Dije diálogo y al hacerlo debería haber señalado a un puñado de poetas y filósofos con quienes lo establece: Artaud, Viel Temperley, Lezama Lima, Rimbaud, Mallarmé, Russell, Paz, Derrida, Lefevere, etc.
Hay una constante reflexión (que en ocasiones se traduce en teoría) sobre lo que se escribe (o se escribió o se escribirá), que no deja de ser algo imprescindible si de transmitir el proceso de escritura se trata. No falta, ya se dijo, el juego, la experimentación donde, claro está, el hermetismo no falta.
Se funden distintas voces (para ello usa diferentes tipos de letras) que más que a distintos personajes corresponden a diferentes maneras de abordar la realidad y la memoria ("Sin lenguaje no hay tiempo") por parte de un poeta esencialmente pessoano (recuerda el verso de Girondo a propósito del "yo": "una apariencia de la ausencia"). Con todo, detrás de la aparatosa, pero calculada, puesta en escena (de lo "parateatral"), lo que uno lee es la vida de un hombre. Basta con acercarse a "(Bucle acre de la calle Moreras)", dedicado a César Nicolás. Los datos biográficos son constantes: la infancia y la adolescencia, Argel, el cáncer, Mahón, el hijo... No falta una sutil narratividad, un rasgo que podría suponerse ausente en este tipo de poesía. Al fondo suena la música de Van Morrison.
El castellano de Galán no es rebuscado. Hay, eso sí, una batalla entre el sentido y la falta de sentido, entre la suficiencia y la insuficiencia del lenguaje: "Algunas veces nos hacen caso / las palabras y las amamos".
"No dejes que la emoción te maneje (...) / No dejes / nada al azar, nada al corazón", leemos, y, sin embargo, ésta no falta, porque es inseparable, me temo, de la poesía. Para muestra, un botón: el poema final, el que empieza: "el desmoronamiento de la lágrima / cuando ve a su hijo recién nacido..."
Según Espina, "Estamos ante un libro extraordinario que anticipa una época del idioma y pone a la poesía española en sincronía con los tiempos de lo que vendrá entre lo no visto". Es posible. De lo que estoy seguro es de haberme topado ante la obra de un poeta riguroso y (con perdón) original que ha logrado, contra viento y marea, construir un libro digno de tal nombre. No es poco.