Era un clamor. Que el poeta Antonio Colinas era digno del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el que conceden la prestigiosa Universidad de Salamanca, su ciudad de residencia, y Patrimonio Nacional, a pesar de que, hasta ahora, sólo lo hubiera obtenido otro compañero suyo de generación, el catalán Pere Gimferrer. Colinas es ahora el vigésimo quinto ganador del certamen en el que se vuelve a cumplir esa regla tácita según la cual a un escritor ultramarino (su antecesora fue la uruguaya Ida Vitale) le sucede uno español. Como siempre también, se publica una antología, la suya bajo el título
Lumbres, en la colección destinada a los galardonados dentro de las Ediciones de esa antigua institución universitaria. Un libro precioso, por cierto, impreso en un papel estupendo, que lleva en la cubierta una fotografía del propio Colinas. Ha sido un acierto encargar el prólogo (la selección es del poeta leonés) a los profesores María Sánchez Pérez y Antonio Sánchez Zamarreño, que lo firman conjuntamente. Del segundo, poeta secreto, ya tenía uno sobradas referencias, las que garantizaban antes de empezar a leer que esas páginas, no pocas (75), iban a poseer la enjundia que la empresa reclamaba. Es verdad que la obra de Colinas es muy extensa y que los editores literarios lo tenían, por eso y por mucho más, complicado, pero, insisto, la introducción es perfecta y una manera inmejorable para iniciarse en la lectura de uno de los poetas más importantes en lengua castellana.
Libro a libro, Zamarreño y Sánchez Pérez desgranan, desde la cercanía y la complicidad, las claves de su compleja, rica poética. Se habla, entre otros muchos asuntos, de la fidelidad a sus raíces y a su tierra nativa (en el noroeste), de Córdoba (el Sur) y de Ibiza (el Mediterráneo), de su orfismo y de su pureza formal, de su pugna por la transparencia, de la naturaleza vivida y no de cartón piedra, del extrañamiento social y de la soledad, de su dominio del lenguaje y de su depurada técnica métrica, de la importancia de la música, de las tradiciones que comparecen en su obra: la judeo-cristiana, la greco-latina, la elegíaca medieval, la humanista, la ascético-mística, la barroca, la neoclasicista, la romántica y la vanguardista, de su melancolía, de su carga ética, de la nostalgia por lo sagrado y de los dioses, del anhelo de unidad y de armonía, de la respiración, de los orígenes y de los lugares arqueológicos, de la mansedumbre y de la muerte...
Los editores incorporan al volumen una amplia bibliografía, además de un puñado de fotos del autor de Sepulcro en Tarquinia que aportan al conjunto una gracia añadida.