Quedamos con Miguel Ángel en el aparcamiento de un hotel a las afueras de Cáceres.
Un sitio solitario y misterioso, sin duda, a pesar de sus cinco estrellas. Volvíamos a repetir los tres aquel mítico viaje, con avería incluida, en el mini amarillo hasta Zafra, cuando él era aún estudiante. Aunque uno iba conduciendo, el paisaje de esa carretera de mis amores no me pasó desapercibido. La tarde estaba espléndida y el campo no digamos. Puede que influyera en mi ánimo el hecho, nada nimio para mí, de que volvía a Badajoz después de nueve años de ausencia. Desde septiembre de 2008, la última vez que vi a Ángel Campos con vida, cuando nos dimos el último abrazo, un par de días antes de que me echaran de la Editora a lo Echanove. Lo recordaba, qué remedio, cuando pasaba por delante del Zurbarán, al lado de donde tenía aquella calurosa noche de finales de verano el coche aparcado, donde me despedí, no imaginaba que para siempre, de mi amigo. Antes, pude contemplar de nuevo mi pacense línea del cielo favorita: la Alcazaba en el centro. Tras cruzar el Guadiana, encontramos a Badajoz, hablo en plural, muy cambiada. A mejor. Más ciudad. Más bonita. Aparcamos en el museo tras pasar delante de la librería Universitas, del edificio de la Avenida de Huelva donde estaban los fondos de la Editora que cuidaba Engracia (y, en tiempos, la sede de la Asociación de Escritores, territorio Mediero), del último piso de Angelito... El primer abrazo, a Antonio Franco, nuestro anfitrión, persona clave para que la presentación de
Turia, a lo que íbamos, tuviera lugar, nunca mejor dicho. Por eso el segundo abrazo debí dárselo a Raúl Carlos Maícas, su director, al que no conocía personalmente. Luego ya fueron llegando otros (con Gonzalo y María José, también allí, sobran los besos y los abrazos, sobrios que somos). Marino González ha hecho, según creo, el recuento más numeroso de los presentes. Así, entre otros, cita en Facebook a María José Hernández y Antonio Blázquez, Elías Moro, Teresa Guzmán, Ana Crespo (la mujer del cronista), Quique García Fuentes, José Manuel Sánchez Paulete (al que mi despiste me impidió reconocer como es debido), Eduardo Moga, el citado Gonzalo Hidalgo Bayal (y María José, ya dije, a la que él olvida), los hermanos Lama: José María Lama y Miguel Ángel, Yolanda Regidor, Juan Ricardo Montaña (al que llama Antonio), los hermanos Sáez: Antonio (muy bien acompañado) y Luis (me dijeron después que había estado, pero no lo vi), Basilio Sánchez (sin Maribel), Juanjo Salado y Maite, José Antonio Zambrano e Isabel, Manuel Pecellín, Joaquín González Manzanares (y su mujer, a la que no llegué a saludar), Fernando de las Heras, Antonio Gómez... Y, añado: Luis Arroyo, Javier Romagueras, las hermanas Morcillo, Paco Hipólito (una de las alegrías de la noche), Mario Martín Gijón, Luisa Clemente, Jacinto Haro, Caridad Jiménez, Lorenzo López Lumeras, etc. Según los cálculos, entre las dos salas: el salón de actos y el vestíbulo del museo (donde se vio a través de pantallas), éramos más de ciento cincuenta personas.
No sin ironía, escribe Jordi Doce: "Me llama la atención que el director de la revista y el presentador del acto ocupéis los extremos de la mesa. Muy bien el lugar central de Landero. Pero vaya, parece que los representantes políticos y de los bancos no han aprendido nada y siguen queriendo chupar cámara, silla, mesa y qué sé yo". Bien sabe Jordi que a uno le gustan las esquinas y los rincones, esos no-lugares desde los que se observa mejor. Y desde allí miré y escuché al resto de intervinientes. Maícas dijo lo que tenía que decir, y muy bien. Me gustaron mucho las palabras de la hispanista Elvire Gomez-Vidal (en torno, por cierto, a la noción de lugar, una de mis obsesiones favoritas). No me decepcionaron, a pesar de la brevedad, las de Landero, que estuvo como siempre, una de las virtudes que más admiro en las personas, cercano y cariñoso. Como recoge
Lama, "dijo que
zapeaba entre una visión optimista de la situación actual, el pesimismo con matices y la postura apocalíptica. Parafraseando a Woody Allen, cerró con "el hombre ha muerto, Dios ha muerto y nosotros... estamos bastante bien". No como el aprensivo director de cine, que al parecer dijo: "Dios ha muerto, Nietszche ha muerto y yo no gozo de buena salud".
Más allá de lo referente a las numerosas colaboraciones extremeñas del número de
Turia,
centrado en Landero, uno intentó decir lo mejor que supo
aquello que, por sentido de la responsabilidad, tenía que decir; en sintonía, y me alegro, con lo que algunos escritores y lectores extremeños estaban esperando escuchar desde hace años, según el mencionado editor de La Luna Libros. Pensaba también en los ausentes. En Fernando Pérez, sobre todo. Nunca le había dado tantas vueltas a un texto ni lo había corregido con semejante insistencia. Ni un poema siquiera. Antes de soltarlo, lo leyeron Yolanda, que no me dijo nada, y Miguel Ángel, al que le pareció bien, si bien me advirtió de la inconveniencia de un término propio de políticos que corregí al momento.
Tras finalizar el acto, tomamos una caña en el bar de enfrente (que ahora es peruano) y, no sin abonar la consumición, salimos pitando, según costumbre. Por desgracia, no pudimos asistir a la cena en
petit comité que estaba prevista. Después, grata conversación hasta el siniestro hotel de las afueras (se abrieron, menos mal, las barreras) que siguió, más familiar, entre Cáceres y Plasencia. Volvimos con la sonrisa en la boca, sí. Y eso que a alguien le parecí, aquella feliz noche, triste.
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Ambas fotografías son de Turia |