No sé cuánto tiempo hacía que no iba al molino. Meses. Volvimos el día de Viernes Santo. Comida familiar (una sabrosa y picante sopa garganteña de patata), buen tiempo, paseo (no tan largo como uno hubiera querido) y, claro está, lectura. Ese día metí en la mochila dos periódicos y un par de libros. Antes de comer, que allí nunca es pronto, leí La inquilina descalza, ópera prima de la riminesa Isabella Leardini (1978), que lleva ya cuatro ediciones en su país, en traducción de Paola Patrizi y Juan Carlos Reche, con prólogo de Milo de Angelis ("Pizcas de Isabella") y publicado por La Isla de Siltolá.
Por la tarde, después de la caminata, digerida ya la sopa, me senté según costumbre bajo la parra (que empieza a echar sus primeros brotes) y abrí el precioso ejemplar de Este libro es de mi madre. Su autor, Erich Hackl. La traducción y las notas son de Pilar Mantilla en colaboración con Manuel Lara y lo edita Papeles Mínimos. La edición, muy cuidada, ya se dijo, incluye un nostálgico álbum familiar.
Nunca se sabe qué puede depararte un libro hasta que no lo lees, es cierto, pero con algunos sospechamos, incluso antes de ponernos a la tarea, qué puede ocurrir. Me pasó con éste. Cuando llegó a casa, antes de quitarle su bonita funda de plástico, imaginé que se trataba de una novela. Y en cierto modo lo es. Sin trampa -pocos libros más verdaderos-, en la "Nota del autor", Hackl (Steyr, Austria, 1954) explica que se trata de un libro tan suyo como de sus padres, en especial de su madre, María (por error, como se explica en una de las escenas más divertidas) que es la que le da voz, de ahí el título, donde ha intentado describir un mundo hasta ahora perdido: el de su infancia y juventud en el Mühlviertel austriaco, "una región de colinas al norte del Danubio", que a él le ha llegado a través de la memoria heredada de sus progenitores, por más que se tome la libertad, confiesa, de "permitirle juicios que no era capaz de expresar o que no llegó a alcanzar. "La libertad de atribuirle mi conciencia", algo que enriquece, sin duda, esas memorias. "Este libro lo he escrito, por así decirlo, con ella y no contra ella", concluye. Así, en un momento dado leemos: «Siempre di demasiada / importancia / a lo que decían los demás. / Fue mi error / toda mi vida / ya desde entonces. / Si la gente se reía de alguien, / de inmediato me parecía raro. / Si lo encontraban feo, / no me gustaba. / Si se reían de él, / yo me apartaba. / Ese bizquea, / ese tiene chepa, / ese tiene bocio, / ese tiene la nariz torcida. / No bizqueaba, / no tenía chepa, / no tenía bocio, / no tenía la nariz torcida. / Pero yo, siempre preocupada / por lo que decían los demás».
Lo que ocurre, una sucesión de historias a cada cual más hermosa, no sería sensato explicarlo aquí. Digo hermosa, pero son también duras. Porque todas las vidas lo son, sí, y porque la época que les tocó vivir no fue, como casi todas, sencilla. Las páginas más intensas del libro se centran en los duros años del nazismo y de la guerra. "Imagínate -dijo mi madre / -ahora pertenecemos a los alemanes".
Utilicé antes la palabra verdadera y muy de verdad me ha parecido todo lo que se narra (o se canta) en esta obra popular en el sentido más noble y menos plebeyo del término. Sin alharacas ni retórica, con la debida naturalidad, alguien nos habla de su vida al oído, en voz baja, confidencialmente, Y su relato está lleno de pasión y de dolor, cómo si no. Parece escrito por un alma noble. Y por una persona aguda, curiosa e inteligente. De ahí que su lectura nos resulte tan placentera, tan interesante y tan enriquecedora.
Se le fue a uno la tarde entre esas páginas, mientras sonaban a lo lejos, por cerca que estuvieran, los ruidos, las conversaciones... Había viajado a un mundo europeo de ayer. Me costó regresar.