17.11.17

De viaje con Fernando Sanmartín

Apenas llega uno de Budapest, donde fui con Sergi Bellver, y emprendo de nuevo viaje hacia otros lugares, esta vez con Fernando Sanmartín (Zaragoza, 1959). Gracias a su libro, publicado por Xordica, Ciudades que se posan como pájaros. Es más que un libro de viajes al uso. Por su voluntad literaria, sobre todo. Su lenguaje, cuente lo que cuente, es el de un poeta que además es narrador.
De la verdad y los espejos hablan las citas que lo abren, de Natalia Ginzburg y Charles Simic. Aquí no se usa la mentira ("escribo por instinto", "para desmaquillarme") y, en efecto, todo es un espejo "si lo miras el tiempo suficiente". Viajar, reconoce, "es una costumbre para mí". Para alejarse (y hasta huir) de "las pistas embarradas por lo cotidiano". Antes ha escrito: "Cualquier ciudad (...) es una afirmación". El libro recoge sus paseos y estancias en Lisboa (con escapada a Oporto), Tánger, Tetuán, Galway y algunas ciudades de Bélgica, como Bruselas, Gante y Amberes.
Además de observar y dar cuenta de lo que visita y ve, el viajero anota en su cuaderno no sólo las impresiones acerca de lo exterior, sino que nos informa, se informa a sí mismo, de lo que le sucede por dentro. Sí, porque todo viaje es interior. No en vano, Sanmartín reconoce que desea conocerse, y que por eso escribe. Hay mucho de diario aquí. O todo. "Pienso que sin viajar -escribe en Lisboa-, a muchos, solo nos quedaría el desamparo". Antes dijo que "viajar es un cubito de hielo que nos asombra cuando lo mordemos para conocer la esencia del frío", una de las muchas iluminaciones que brillan a lo largo del libro. Como cuando leemos "miradas que son conversaciones". O: "pienso que todos, alguna vez, somos un objeto perdido que alguien encuentra".
Tan melancólica como Lisboa es Bélgica, las ciudades de Flandes. Eso por no mencionar la melancolía del viajero, que va con él dondequiera que vaya. En las tierras bajas del plat pays anota: "El viaje es una píldora que resulta preciso tomar". Muy interesante me parece lo que cuenta de su amigo Cristino de Vera, un luminoso pintor de penumbras.
De todos los viajes del viaje (por la vida), el más intenso es el que realiza a Tetuán. Allí estuvo destinado su padre, militar de carrera, muerto prematuramente. En la ciudad africana busca las pocas huellas que dejó. El resto, lo imagina. A eso va también. A completar un sueño que tiene su porción de pesadilla. De paso, se acerca a Tánger. Son pocas páginas las que destina a esa visita, pero a uno le antojan más que suficientes. Allí compra regaliz para Félix Romeo.
"De Irlanda guardo un verano frío". Luego dice: "Debería quedarme en esta isla para escribir como el que levanta un muro de piedra contra el viento". Aparecen los Yeats: Wiliam, el poeta ("cada poema es un vaso de tristeza"), y Jack, el pintor (del que elogia su cuadro "The Liffey Swim"). En Moyra, una tienda de objetos antiguos, escribe: "Los viajes, al cabo del tiempo, también se convierten en piezas de anticuario". Los libros, añade más tarde, "me han ofrecido cobertizos para guarecerme", lo que indefectiblemente me ha llevado hasta mi particular "cuarto del siroco" y al asunto goethiano de las afinidades electivas. Y ya que lo menciono, matizaré que no deja de parecerme curioso que uno, viajero más bien inmóvil, conozca en parte los lugares que Sanmartín describe salvo Tetuán (el pueblo de mi suegra) y Galway, aunque me resulte un sitio familiar porque allí pasó un curso universitario nuestra hija Leticia.
De Sanmartín dijo Melero: "me gusta que tenga ese toque cosmopolita y de viajero culto del XIX". 
Todo al final se resuelve, en lo que a la reseña de este libro compete, con estas palabras: "Y el tono es lo esencial. (...) El tono marca siempre una diferencia". Lo que aquí ocurre. El tono de la mejor literatura. En este caso, conversacional, íntimo, en sordina. Sí, "somos nuestra escritura". Y, cómo no, nuestros viajes.