26.12.17

En INSULA

Hace unos meses, Arantxa Gómez Sancho, editora de INSULA, me invitó a participar en la sección En sus propias palabras que cierra los números misceláneos de la revista, en la contraportada. Esta es mi colaboración. Comento un poema de mi nuevo libro, el que le da título. Ha aparecido en el número 852, diciembre de 2017. Por cierto, mantengo las notas, aunque en el texto publicado al final no figuren. 

EL CUARTO DEL SIROCO

Cuenta Leonardo Sciascia
que en las casas patricias
de la vieja Sicilia
había, desde el siglo XVIII,
un cuarto del siroco.
En él se refugiaban de ese viento
los días que soplaba con más fuerza.
Uno quisiera
que en las horas peores de la vida,
cuando todo se vuelve violento vendaval
y las cosas se ocultan tras un velo de polvo,
existiera una estancia semejante.
Un lugar recogido, a modo de refugio,
en el que cobijarse
del triste pensamiento de la muerte.
Aunque sea inevitable,
como el de Racalmuto revelara,
que, antes de que se le note en el aire,
el siroco se nos clave en las sienes;
que antes de que se anuncie
ya se le sienta, sin remedio,
en las rodillas.


Hace ya mucho, en 1995, que leyó uno en Verines, con motivo de los Encuentros que allí propiciaba Víctor García de la Concha –aquel año bajo el rótulo “Creación y enseñanza literaria”– un texto titulado “El anhelo de leer (Breve informe sobre la enseñanza de la literatura)” [1] donde, entre otras cosas, intentaba explicar por qué el tradicional método del comentario de texto le parece a uno el más disuasorio para fomentar lo que tal vez pretenda, esto es, la lectura de poesía. Y todo, cabría resumir, por el mero hecho de que traslada al alumno, potencial lector, la perversa idea de que todo poema es un complicado (no digo complejo) artefacto literario susceptible de ser desmontado, un artilugio o un rompecabezas que nunca expresa lo que aparenta. Cabe precisar que me refiero al método entendido rígidamente, según los manuales al uso, y no en sentido laxo, como ejercicio sensitivo e intelectual que cualquiera hace cuando lee una composición poética. Traigo esto a colación porque me piden que comente uno de mis poemas y quiero advertir cuanto antes que no lo haré al didáctico modo. Añado de inmediato que esta breve glosa es la de un lector, por más que estos versos sean de mi autoría, lo que no me confiere, antes al contrario, mayor autoridad sobre la frágil materia que tengo entre manos. “El mejor lector es siempre otro”, ha escrito José Antonio Llera en sus diarios [2]. Intentaré ser coherente hasta donde ello sea posible y ofreceré alguna información complementaria de orden íntimo o personal (de taller, digamos) que acaso desvele alguno de los presuntos misterios que cualquier poema, si de veras lo es, encierra.
El poema elegido se titula “El cuarto del siroco” y da nombre al libro que publicará Tusquets Editores en su colección Nuevos Textos Sagrados. En esa colección, que dirige Antoni Marí, han aparecido mis cuatro últimos libros [3], si dejamos aparte Plasencias [4].
El escritor italiano Leonardo Sciascia cuenta en El caso Moro [5] que en las casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco, impetuoso viento del sudeste que atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos del norte de África. Un viento que tanto me recuerda al violento levante gaditano que airea los lentos veranos de mi memoria conileña. O el que orea mi querido Tánger.
A “la torma moresca dei venti” se refirió Lucio Piccolo, el primo poeta de Giuseppe de Lampedusa, en su poema “Scirocco” y a esa camera alude, entre otros autores, Gesualdo Bufalino en varias novelas.
La stanza dello scirocco, en italiano, era un refugio que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo. No en vano el escritor siciliano se preguntaba si ese cuarto no existía para “defenderse del pensamiento de la muerte”.
El novelista Luis Landero, de esta suerte de Sicilia sin mar llamada Extremadura, dejó dicho en El balcón en invierno que los libros son “los mejores y más seguros escondrijos”. Sí, “nada como esconderte en un libro”.
Desde la adolescencia, uno ha encontrado en el ejercicio de leer y de escribir versos la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera. Como quien, “en medio de la desolación” –diría Ricardo Piglia–, construye “pequeños resquicios para evitar la tormenta”; como alguien que “edifica, absurdamente, murallas”. Ojalá mis poemas sirvan también a sus presuntos lectores siquiera como precario cobijo ante la adversidad. Poemas como éste, del que intento, ya se dijo, comentar algo sin impertinente afectación. Por breve habrá de ser, y no por el escaso espacio que Insula me tiene reservado o por mis escasas dotes de perspicacia, sino porque el poema, me temo, se explica por sí solo, y hasta de sobras, siquiera sea porque uno es un declarado defensor de los poetas “que se hacen entender” y de la poesía que no juega la baza del hermetismo y la oscuridad, menos si es arbitraria.
Como descriptivo podría definirse. Al menos en lo que respecta a sus siete primeros versos. Ya expliqué de dónde vienen. A partir de ahí es uno quien toma la iniciativa y, vuelvo sobre lo dicho, entabla una comparación entre ese cuarto de los palazzi palermitanos y la poesía entendida como bálsamo para el espíritu. Pero, porque no hay alma sin cuerpo, evito omitir, ya al final, esa observación sobre el dolor, que, en el caso del siroco, relaciono, de la mano de Sciascia, con las sienes y las rodillas.
Por lo demás, no hace faltar recalcar el tono narrativo y hasta conversacional de este poema ni detenerse demasiado en la métrica y el vocabulario. Enemigo de la rima, que he usado en contadísimas ocasiones, nunca he evitado la medida; de versos pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, que son, por cierto, los que más empleo.
Desde que la leí, y en lo que a las palabras utilizadas concierne, he hecho mía esta afirmación de mi paisano Javier Rodríguez Marcos: “Por lo que a mí respecta, he de decir que cada vez me da más vergüenza usar en los poemas palabras que nunca usaría en una conversación” [6].
Mi amigo Ángel Campos Pámpano tituló uno de sus libros Siquiera este refugio, palabras tomadas de una canção del portugués Luís de Camões: Sequer este refúgio. De eso al cabo se trata. Sobre todo, para huir del “triste pensamiento de la muerte”, lo que me lleva a mencionar una de mis obsesiones favoritas, inevitable, según creo, en la poesía (y en la vida): la de la muerte, haz y envés, un motivo que no ha dejado de asediarme desde que tengo conciencia y, más aún, desde que empecé a escribir poemas para intentar comprender y comprenderme, como vía de conocimiento. Por eso señalo otra característica propia de cuanto he escrito: la melancolía. Según el adagio de Wallace Stevens, “la poesía es una forma de melancolía”. A diferencia de otros poetas que la entienden como celebración de la vida y que, en consecuencia, escriben versos hímnicos y dichosos, uno, en esta época de búsqueda desesperada de eso que llaman felicidad, reivindica el pesimismo y la tristeza como fundamentos de la suya (“Es triste por naturaleza el ser humano”, sentenció Szymborska) y, así, asume la fatalidad de dar a la imprenta versos elegíacos y hasta dolientes. Y todo, tal vez, porque, como dejó dicho César Simón, ser poeta es al fin y al cabo “una cuestión de carácter”. Todo esto enlaza con esa poética que José Ángel Valente denominó meditativa o de la meditación [7], utilizada por maestros como Unamuno o Cernuda, y que, en un sano ejercicio de literatura comparada, reuniría, entre otras, la poesía de Manrique, san Juan de la Cruz y el Quevedo metafísico, por parte española, y la de Hölderlin, Leopardi, el Eliot de Four Quartets, Rilke o Zagajewski, por la extranjera. Estoy hablando de una poesía que sería el fruto o la consecuencia de aplicar la conocida fórmula unamuniana de “piensa el sentimiento y siente el pensamiento”, relacionada, según el autor de El Cristo de Velázquez, con la “tradición inglesa”.
Y ya que trae uno a colación sus obsesiones, no estaría de más fijar el foco en otra: la de noción de lugar. En torno, por ejemplo, al concepto de “resistencia íntima”, en feliz expresión del pensador Josep Maria Esquirol, que ha escrito: “la casa, la soledad, es un refugio y una resistencia”. O: “El sentido de la existencia es la intención de claridad y de cobijo” [8].
Formulo para terminar una pregunta retórica: ¿se nota demasiado que uno ejerce de maestro de escuela?




[1] https://www.mecd.gob.es/lectura/pdf/330.pdf
[2] Cuidados paliativos, Pepitas Ed., Logroño, 2017.
[3] Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008) y Más allá, Tánger (2014).
[4] De la Luna Libros. Colección Luna de Poniente, Mérida, 2013.
[5] L'affaire Moro, Palermo, Sellerio, 1978. Edición española en Tusquets, 2011. Traducción de Juan Manuel Salmerón.
[6] “De la torre de marfil a la torre de control”, Poética y Poesía. Fundación Juan March. Edición no venal, Madrid, 2009.
http://recursos.march.es/culturales/documentos/conferencias/gc729.pdf
[7] En su ensayo “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, publicado por primera vez en 1962, con motivo del homenaje que dedicara al poeta sevillano la revista valenciana La caña gris y que recogió después en su libro Las palabras de la tribu, Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1971. Se da noticia en él de Louis L. Martz, que define este modo de proceder en poesía como “mezcla particular de pasión y pensamiento”.
[8] La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. Josep Maria Esquirol. Acantilado, Barcelona, 2016.