13.7.18

La poesía de Ana Ilce Gómez

Esto de la lectura de poesía es muy azaroso. Estaba entre los libros por leer. A la espera. Entonces encontré un comentario de Julián Rodríguez. En su muro de Facebook, donde escribe ahora un diario que no hay que perderse, más si tenemos en cuenta que el editor ha sometido, de momento, al narrador. Poco después, su hermano Javier publicaba en su periódico, El País, un artículo en defensa de esta poesía. Lo titulaba "Mujer difícil". Desde hace mucho tengo en alta estima las recomendaciones de los Rodríguez y confío en su criterio, así que fui sin dilación a por la Poesía reunida de Ana Ilce Gómez y, apenas abrí el libro, calculado prólogo de Sergio Ramírez mediante, me convertí en un rendido admirador de sus versos. Su editor, el pre-texto Manuel Borrás (al que escribí en cuanto terminé la lectura para agradecerle que lo hubiera incluido en su selecto catálogo y felicitarle por ello), me cuenta que esta poesía también fue para él "toda una revelación". Y añade: "La pena fue no haber llegado a tiempo para que viese en vida materializada esa edición de su poesía reunida, que, además, le hacía una ilusión inmensa. Qué le vamos a hacer". Ha prometido explicarme con detalle "esta hermosa historia con final triste". Por cierto, un inciso para expresar un deseo: que publique algún día, en su casa o en otra, sus memorias de editor. Merecerían la pena. Puede que esté en ello.
En Nicaragüa nació Gómez. En el 45. Un país de poetas (el inmenso Rubén Darío, Claribel Alegría, Ernesto Cardenal...), pero nada poético, a los hechos recientes me remito. Del dictador Somoza al dictador Ortega, del somocismo al sandinismo. Y ella allí. Lejos de todo y de casi todos. En la Comunidad Indígena de Maninbó, al norte. Tan discreta en la vida como en su poesía, que vienen a ser dos caras de la misma, de(s)preciada moneda. A eso le llamamos coherencia.
Su biografía es transparente, como sus versos, que nos atrapan por su misteriosa claridad. Escribió esta mujer (para que luego digan) poemas admirables. Sólo dos libros y un puñado de hermosos inéditos. No sé si acabará en el canon de la feraz poesía hispanoamericana (este volumen puede hacer mucho por ello), pero puedo asegurar que en el mío ya figura. Nunca es tarde. Ni importa haber descubierto otro Mediterráneo. Por suerte, abundan. Los de verdad, digo, no los de temporada. Por lo demás, mientras daba mi paseo matutino (qué remedio, el calor aprieta), pensaba: ¿qué diré de la poesía de Ana Ilce Gómez? Y me respondí: nada. ¿A quien le apetece que le destripen el argumento y el final de una buena película? Entren y lean. Me da que no van a arrepentirse. 

A UNA MESA

Esta mesa fue de mi abuelo.
Sobre ella más de una vez reclinó su cabeza
y durmió largas siestas
donde se mezclaban vía crucis tormentas
toques de queda
y mujeres furtivas que se marchaban a la nada.

Esta mesa fue de mi padre.
Sobre ella pintaba pájaros y vírgenes
y naturalezas vivas
y mi madre aplanchaba sobre ella
con la plancha de carbón.

¿Quién era más triste:
la plancha, el carbón o mi madre?

Mía también fue esta mesa
y sobre ella escribí un día estos versos
que nadie se atrevería a publicar.

Cada generación tiene su historia.
Cada sueño su raíz. Cada mesa es como
la palma de una mano. Sus líneas
nos pueden revelar en el momento preciso
de dónde proviene
la madera de los sueños
la nostalgia de las manos
o el lenguaje cifrado
del corazón.

De Las ceremonias del silencio (1989).