Fernando Aramburu
Gabriel Sanz |
Hace tiempo que la calle Atocha ofrece a los viandantes la
ocasión de vivir una intensa experiencia antipoética. Pongamos por
caso una hora lorquiana de un día laborable, las cinco de la tarde, da igual
por cuál de las dos aceras uno transite o intente transitar. Puede que el
visitante llegado de víspera a Madrid dude si la calle está en obras o si una
brigada de operarios está ampliando los destrozos de una batalla.
Eran, pues, las cinco de la tarde de un día reciente.
Luchaban en la susodicha calle no la paloma y el leopardo, sino la cuchara de
las excavadoras y el asfalto, a la par que el viento no se llevaba los
algodones, sino unas tolvaneras espesas y blancuzcas que causaban en el
gaznate, al menos en el mío, un picor calificable con un antónimo cualquiera de
gozoso.
Una orquesta de martillos neumáticos, repartidos en distintos
puntos de la calle, interpretaba para mortificación perdurable de los vecinos
una rapsodia de estrépitos. Olía a goma quemada. Brotaban chispas de la sierra
circular con la que un obrero acuclillado en una zanja cortaba una barra
roñosa. Una fealdad agresiva gobernaba aquel antijardín, en medio de la
antitarde polvorienta, mientras en la calzada sembrada de cicatrices
bullía un zurriburri de vehículos embebidos en coral disputa de bocinas.
Recorrida la calle Atocha en sentido descendente, me acogí
con prisa desesperada al Real Jardín Botánico. Necesitaba a toda costa una
dosis reparadora de soledad y silencio, con el añadido ornamental de algún que
otro gorrión. Hallé un banco de piedra al amparo de un seto. Los árboles en
rededor ya estaban otoñando y no me resultaba difícil desoír el murmullo del
tráfago urbano, ¿dónde?, más allá de la verja escondida tras la vegetación.
Extraje de mi mochila el último libro de Álvaro Valverde, El cuarto del siroco (Tusquets,
2018), y me abismé con afán de refugio en la lectura de los cuidadosos y
tranquilos poemas de una figura señera de nuestra poesía contemporánea.
Álvaro Valverde justifica el título de su libro en una
nota inicial. Lo adoptó tras la lectura de un pasaje narrativo del
escritor Leonardo Sciascia, según el cual en las antiguas
casas patricias de Sicilia las familias de alta alcurnia acostumbraban
guarecerse en una llamada stanza dello scirocco los días en que arreciaba
este viento procedente del desierto de África. Confieso que me es grata la
idea, compatible con otras, de la poesía como aposento seguro y retiro del ruido mundanal.
Constato entre apenado e inquieto que sopla mucho el siroco en la vida pública
española de nuestros días. La calle Atocha, en su estado de obras actual, con
el suelo levantado, el retumbo incesante y el polvo, me da la metáfora de un
país en un momento particularmente desapacible de su historia.
La lectura en el Botánico de sucesivos poemas de Álvaro
Valverde me llevó a uno titulado Árida vida. En dicho poema, el mismo poeta a quien yo
leía se nos muestra a su vez como lector, durante una tarde en la que "el
campo invita a un dulce sentimiento del otoño", de otro poeta, Giacomo Leopardi (1798-1837).
Me complació sobremanera la imaginada vinculación de los hombres de épocas diversas
a través de un ejercicio mejorador de la calidad personal como es la poesía.
Celebro que esa imposición de la edad llamada escepticismo
me haya dejado unas pocas y espero que doctas convicciones. Una de ellas
sugiere que la poesía constituye una necesidad básica del ser humano. Cuestión
aparte es dónde la busque cada cual; pero considero un hecho fácilmente
demostrable que todos la buscan, muchos sin darse cuenta, otros muchos
obligados al arduo esfuerzo de superar el obstáculo no pequeño de su tosquedad.
El que una minoría acuda a buscarla en los libros de poemas acaso no sea más
que una singularidad cultural de nuestro tiempo. En el pasado, la recitación,
hoy sustituida por la música popular, llenaba plazas y recintos. Por otro lado,
quienes frecuentan los tales libros de poemas habrán comprobado en más de una
ocasión que muchos de ellos por desgracia no contienen un gramo de poesía. La
idea de que esta es un género literario de comprensión reservada a los expertos
ha obrado contra ella un efecto antipublicitario de primera magnitud.
Octavio Paz dictaminó que el poema es el
lugar natural de la poesía, una especie de estuche que encierra una alhaja.
Esta certidumbre, de la que discrepo, convierte la poesía en el resultado de
practicar el lenguaje poético. El lector es tratado en tal caso como un
consumidor pasivo. Se le permite a lo sumo ejercer de inspector que abre el
libro o escucha la recitación y verifica que una manera específica de decir las
cosas tiene el valor de un poema. Nada más falso que separar este valor de la
experiencia de quien lo constata. No nos extrañe que durante demasiado tiempo
la poesía haya sido concebida y estudiada principalmente como una posesión de
los expertos capaces de descifrarla y no como lo que otros creemos que es, una
vivencia de los hombres sensibles no limitada al hecho lingüístico. Es el
paladar el que decide la calidad del vino y no la etiqueta de la botella. Ni el
vino ni la poesía son nada en tanto no sean catados.
Creo que la poesía es una experiencia y no un objeto
estático. Ni siquiera la considero condicionada por la preexistencia forzosa de
un texto. La poesía necesita tanto de un suscitador como de una sensibilidad
activadora. Lo primero puede, en efecto, cumplirlo un poema, pero también una
secuencia de película, el sabor de las cerezas, la maestría de un saxofonista,
un atardecer marino, acaso un gesto moral. En el ejercicio de la amistad se
encierra a menudo una modalidad superior de la poesía que quizá no se halle en
un soneto canónico, por mucha destreza que el versificador hubiese puesto en la
tarea.
Ningún ser humano, letrado o no, se resigna de la mañana a la
noche a lo feo, lo sucio, lo ruidoso, lo innoble.
Esas y otras instancias negativas tienen su reverso en el valor poético, que es
justamente la experiencia personal de la belleza, la armonía, la profundidad de
pensamiento, la justicia. Da igual si uno lo expresa mediante unas décimas
excelsas o con una simple exclamación sentimental.
Ahora bien, no debemos ser tan ingenuos como para obviar
que el gusto, si no se educa, si no se cultiva, nos negará innumerables matices
de la comprensión y del deleite. Por eso es una lástima que las autoridades
educativas subestimen a menudo la formación humanística de los jóvenes en favor
de las exigencias utilitaristas del mercado laboral. "Mi jardín es de
todos", escribe Álvaro Valverde en su libro. Yo visité ese jardín y salí
de él serenamente emocionado.
Publicado en El Mundo el 4 de noviembre de 2018.