10.1.19

Otra lección de humildad

El poeta y crítico Fermín Herrero publica en el número de enero de la revista Cuadernos Hispanoamericanos esta reseña (con aires de ensayo) de El cuarto del siroco.

La naturalidad en la expresión es a mi juicio uno de los mayores logros literarios, si no el máximo, tanto más destacable en lo que atañe al género poético, propenso de por sí a recaer en el artificio y la afectación lírica, en lo que Blas Pascal llamaba, en afortunada metáfora, «ventanas pintadas». Álvaro Valverde las ha evitado desde sus comienzos y, libro a libro, va ajustando, aquilatando una trayectoria de mucha envergadura y solidez.
El cuarto del siroco no es una excepción, sino otro paso adelante. Si bien carece, a diferencia de sus dos entregas anteriores, Plasencias y Más allá, Tánger, de unidad temática alrededor de un espacio, gracias al significado del título, a su alusión como en libros precedentes a la propia poesía, al concepto vital y entrañado de la misma a partir de Sciascia o Bufalino, como dylaniano cobijo contra la tormenta del mundo, contra las adversidades y abatimientos y a modo de consolación, fragua la ristra de poemas, un atadijo amplio para solaz de sus lectores habituales. También confiere voluntad unitaria al libro el poema de apertura, «A modo de poética», literalmente, en el que Valverde, mediante la identificación con el agua cristalina de un arroyo de montaña, pongamos de los que se despeñan por una garganta de la Vera, como explicara en otra poética, cifra en la transparencia de la corriente la forma del poema y en la permanencia del fondo intacto su contenido, el norte de su poesía.
Desde siempre, desde que lo leí por vez primera en Las aguas detenidas, he percibido en la escritura de Valverde, en su voz singular, un tono meditativo y una mirada frente a la naturaleza y el mundo ciertamente originales y, al tiempo, de una elocuencia honda, sostenida por una asimilación armónica de diversas tradiciones poéticas, propias y de otros idiomas, que se manifiesta, lograda en extremo, de forma inequívocamente contemporánea. Ese difícil equilibrio en su dicción nos recuerda, además, que la poesía es una manera de comunicación literaria basada en la emoción, sí, pero también, y no en menor grado, un modo de conocimiento fundado en la atención contemplativa, que trata de elucidar aquello que nos excede, el sentido de la existencia, en última instancia.
«Mi vida es interior», proclama en el poema «Hacia dentro», en esa línea abiertamente meditativa, urdida en la memoria, que lo caracteriza. Y de entrada se nos recuerda, a través de la cita-pórtico del poeta norteamericano, ignoro si traducido al español, Kenneth Koch, que «La poesía es la meditación de la vida», ampliando la definición de Zanasis Jatsópulos, para quien la lírica es una «meditación de los sentidos». La propia palabra se encuentra en el título de dos poemas: «Meditación en el sur» y «Dos meditaciones», puras, una sobre la antítesis luz-oscuridad en torno al recuerdo y al olvido y otra encauzada hacia el ser y el destino desde el motivo clásico del camino.
El sesgo reflexivo se tiñe a veces de melancolía, debido al paso de los años y a la inclinación a lo elegiaco del carácter del poeta, y en otras se carga, contrapesando el conjunto, de celebración. La melancolía, «tan latina», «incurable» ya desde la juventud y el momento de ejercitarse por vez primera con las artes versificadoras, y aun antes, cuando su madre lo mimaba en una enfermedad, de adolescente, la arrastra, sobre todo, el otoño, con su hojarasca que presiente «lo peor del invierno», se adivina en el «acabamiento» de los cerezos «en llamas» o en una estancia lisboeta, escucha «la vida que a lo lejos / se me va para siempre», se pasa sin que nos demos cuenta.
La celebración, en cumplimiento del deber de alegría que Kafka preceptuara en sus diarios, se vuelca preferentemente en la visión jubilosa de la naturaleza («Ovas» o «Viejo cerezo»), en el trino milagroso de un mirlo, en la modesta constancia de un pintor aficionado o en un árbol transterrado de nombre eufónico y exótico. Y, pese a los estragos de la edad, el poeta se mantiene firme en ella, resistiendo, como el torreón amenazado por la ruina de La Higuera. Hacia la luz, invariablemente con lo luminoso.
Como en tantas ocasiones, siempre igual y siempre distinto, renovado, el sentimiento de la naturaleza, que diría Unamuno, se centra, entre lo permanente y lo huidizo, en un viejo molino y un mirador sobre un valle, cercanos a su «ciudad cerrada» natal. Es su territorio poético, solitario, en medio del silencio. Da la impresión, en consonancia con el concepto de «naturaleza pensativa» de Wallace Stevens al que recurre, que el poeta firmaría aquella apreciación de Simone Weil de que un paisaje es más hermoso si nadie lo observa. De ahí la fijeza nostálgica con que contempla, por ejemplo, la montaña, allá «donde se roza / el misterio del cielo». Por tanto, Valverde se reafirma en su lugar en el mundo, donde ha ido cuajando su particular poética del espacio, que conjuga con su ambivalente noción del viaje, hasta de los no realizados pero sentidos.
Jalonan el volumen discretas alusiones a otros escritores, indicio inequívoco de la portentosa formación lectora, nunca exhibida, del poeta, para quien, según la conclusión de «El lector», la verdadera vida está en los libros. En estas páginas, comparecen el argentino Alberto Manguel, bibliófilo y otro lector, en su sentido laxo y profesional, de excepción; la nobel polaca Wisława Szymborska y su defensa de la tristeza; el rebelde poeta griego Yannis Ritsos, junto con el famoso cultivador de la narrativa de viajes Patrick Leigh Fermor, en su casa de la península de Mani; el filósofo judío holandés Baruch Spinoza con su insuperable Ética; el magnífico narrador-cronista y ensayista polaco Andrzej Stasiuk y su definición del espacio como «presente eterno»; su admirado Joan Vinyoli, tan determinante en la formación de su poética, o el escritor praguense recluido en Kampa Vladimír Holan, a cuenta de los homenajes, que suele cargarlos el diablo.
Lo que no es óbice para que se honre, eso sí, por escrito, «de solitario a solitario», a Giacomo Leopardi, al Juan Ramón Jiménez sensitivo e impresionista o a María Zambrano, a cuyo claro del bosque nos conduce, en un esbozo de ut pictura poesis, como en una especie de travelling, un dibujo de la primorosa y frágil Carmen Laffón. No de otra manera, como ofrecimiento de admiración y respeto, deben entenderse también, creo, las elegías a familiares y amigos, a Valente —que desemboca en sus dos primeros y definitivos versos: «Cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre»— y a Ángel Campos Pámpano, cuya figura y recuerdo gravitan sobre buena parte del poemario, a tal punto que es como si lo sintiera aún a su lado.
En el poema que se titula justamente «Leyendo a Jiménez Lozano», otra prueba de su competencia y diversidad lectora, se parte de una entrada de un tomo de los diarios del autor de El mudejarillo relativa al arcipreste de Hita: «Toda la oferta del mundo, según el arcipreste, para seducir al hombre, es la sombra de un aliso», procedente de los versos «Non perderé yo a Dios ni al su paraíso / por pecado del mundo, que es sombra de alyso», para enraizarse en la vida, «porque algo es algo». Por no salir del Libro de buen amor, recordemos este consejo: «En todos los tus fechos, en fablar et en ál / escoge la mesura, et lo que es comunal: / como en todas cosas poner mesura val’, / así, sin la mesura, todo parece mal», que, seguramente, agradaría a Valverde.
Con Juan Ruiz y su parecer volvemos a donde empezamos. Si en la naturalidad expresiva reverberan las verdades de fondo de quien las ha ido decantando a lo largo de su obra, se da lo que sostenía con no menos acierto el citado Pascal: «Cuando uno se encuentra con un estilo natural se asombra y se entusiasma, porque esperaba encontrarse con un autor y se ha encontrado con un hombre». En efecto, así es y me sucede con cada libro de Valverde. Su intensa mirada —muy trabajada, véanse, en este sentido, las leves variantes de «Un viaje a Lisboa» o del poema que da título al libro respecto a su adelanto en Un centro fugitivo—, de una serenidad impropia desde el comienzo de su andadura poética, como decíamos, se ha ido aplomando más y más con los años hasta mostrarnos a un hombre de una pieza.
Creo que, por añadidura, el autor sabe bien lo que aproximadamente sentenció con su proverbial acierto Tomás Sánchez Santiago: que la humildad es el aprendizaje más importante, si no el único, y que nunca se acaba mientras vivimos. Así, suele distanciarse de sí mismo, como de costumbre, en muchos poemas, mediante el recurso a la segunda o tercera persona a modo de desdoblamiento, como en el poema final; cuando no prueba a desconocerse en un paseo por Évora, a mirarse en la modesta belleza de un rosal en el recoleto jardín de un vecino. O reconoce la «humilde verdad» en el agua de la fuente de los Alisos, es decir, en la poesía, o bien en la arquitectura de rostro humano del tarraconense Barba Corsini.
En definitiva, Valverde, en círculos sucesivos cada vez más amplios, penetrando en lo mismo, continúa en ese camino de despojamiento, de sobria contención desde la palabra precisa, sin conformarse nunca: «Así, me digo a ratos, / es mi alma: / sin nada en su interior / —doy fe de ello—». No en vano ya una de las tres citas iniciales, la de la ardua canadiense Anne Carson, advierte: «Hay demasiado de mí en mi escritura». Y el segundo poema, «Elogio de la pérdida», como el tercero, que concluye con un eco de aquel «La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado», borgeano en su concepción tanto por lo enumerativo como por lo paradójico, defiende que lo que termina conformando la personalidad acaso sea lo no conseguido, otra recusación a la hipertrofia del yo imperante. En estos tiempos digitales de narcisismo vacuo y desaforado en los que el arte de la palabra en la búsqueda de las pequeñas verdades que cada cual va columbrando se ha convertido en zafiedad expresiva plagada de banalidades, El cuarto del siroco constituye una nueva lección poética de humildad, que nos conmueve y consuela, del placentino.

NOTA: La ilustración inédita es de Salvador Retana.